9 de mayo de 2013

EL DESIERTO


Y de pronto usted tiene la sensación de que se encuentra en medio del desierto. Un  desierto de papel pintado, de tabiques de madera, corredores, y ex hombres. De  cada rincón de tinieblas brota un fantasma. Es una sombra blancuzca e informe. Hasta a veces llega usted a levantar la cabeza sorprendido. Hay alguien que camina en su cuarto. Usted enciende la luz y no hay nadie. Sólo la soledad encajonada; la soledad que se le presenta con una catadura tan malévola, que usted contiene el deseo de lanzar un grito o un insulto espantoso, vaya a saber contra qué enemigo invisible. ¡Ah! Y es que usted, aunque no quiera reconocerlo, se siente fuera o expulsado de la sociedad de los hombres. Allí, en el "desierto", todos son enemigos. Cada hombre adivina en el otro una fiera y una historia sucia, turbia o negra. En estos corredores saludar a un desconocido es quizá más grave que insultarlo. A cada cuarto de hora el reloj hace sonar la media hora. Quizás el reloj está bien y en cambio usted está mal. El tiempo vuela; un cansancio inhumano pesa sobre todas las cabezas apoyadas en las almohadas. Repentinamente un ronquido comienza a raspar el silencio; un mueble cruje, un paso más precavido que todos los pasos anteriores, se desliza en el alfombrado. Bajo la almohada usted aprieta el cabo de un revólver; luego nada. El silencio que es más atroz que todos los ruidos de la civilización sumados, y el ronquido pesado, penoso de una fiera que duerme. Luego un grito de mujer, un grito rápido cortado por una mano que amordaza una boca. Inmediatamente un golpe de tos, y más tarde el silencio: un silencio de casa desalquilada, vigilado por una mano que se apoya en la culata del revólver.




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