CAPÍTULO III. EL JUGUETE RABIOSO
Después de lavar los platos, de cerrar las puertas y abrir los postigos, me recosté en el lecho, porque hacía frío.
Sobre la tapia, el sol enrojecía oblicuamente los ladrillos.
Mi madre cosía en otra habitación y mi hermana preparaba sus lecciones. Me dispuse a leer. Sobre una silla, junto al respaldar del lecho, tenía las siguientes obras:
Virgen y madre de Luis de Val, Electrotécnica de Bahía y un Anticristo de Nietzsche. La Virgen y madre, cuatro volúmenes de 1800 páginas cada uno, me lo había prestado una vecina planchadora.
Ya cómodamente acostado, observé con displicencia Virgen y madre. Evidentemente, hoy no me encontraba dispuesto a la lectura del novelón truculento y entonces decidido cogí la Electrotécnica y me puse a estudiar la teoría del campo magnético giratorio.
Leía despacio y con satisfacción. Pensaba, ya interiorizado de la complicada explicación acerca de las corrientes polifásicas.
"Es síntoma de una inteligencia universal poder regalarse con distintas bellezas", y los nombres de Ferranti y Siemens Halscke resonaban en mis oídos armoniosamente.
Pensaba:
"Yo también algún día podré decir ante un congreso de ingenieros: 'Sí, señores... las corrientes electromagnéticas que genera el sol, pueden ser utilizadas y condensadas.' ¡Qué bárbaro, primero condensadas, después utilizadas! —diablo, ¿cómo podían condensarse las corrientes electromagnéticas del sol?"
Sabía, por noticias científicas que aparecen en distintos periódicos, que Tesla, el mago de la electricidad, había ideado un condensador del rayo.
Así soñaba hasta el anochecer, cuando en la habitación contigua escuché la voz de la señora Rebeca Naidath, amiga de mi madre.
—¡Hola! ¿cómo está, frau Drodman?, ¿cómo está mi hijita?
Levanté la cabeza del libro para escuchar.
La señora Rebeca pertenecía al rito judío. Su alma era ruin, porque su cuerpo era pequeño. Caminaba como una foca y escudriñaba como un águila... Yo la detestaba por ciertas trastadas que me había hecho.
—¿Silvio no está? Tengo que hablarle.
En un santiamén estuvo en la otra habitación.
—¡Hola, ¿Cómo le va, frau, qué hay de nuevo?
—¿Tú sabes mecánica?
—Claro... Algo sé. ¿No le enseñaste, mamá, la carta de Ricaldoni?
Efectivamente, Ricaldoni me había felicitado por algunas combinaciones mecánicas absurdas que yo había ideado en mis horas de vagancia.
La señora Rebeca dijo:
—Sí, yo la vi. Toma —alcanzándome un diario en cuya página su dedo de uña orlada de mugre señalaba un aviso, comentó—: Mi marido me dijo que viniera y te avisara. Lee.
Con los puños en las caderas echaba el busto hacia mí. Se tocaba con un sombrerito negro cuyas plumas desbarbadas colgaban lamentables. Sus pupilas negras me inspeccionaban irónicamente el rostro, y a momentos, apartando una mano de la cadera, se rascaba con los dedos la encorvada nariz.
Leí:
"Se necesitan aprendices para mecánicos de aviación. Dingirse a la Escuela Militar de Aviación. Palomar de Caseros."
—Sí, tomas el tren a La Paternal, le dices al guarda que te baje en La Paternal, tomas el 88. Te deja en la puerta.
—Sí, anda hoy, Silvio, es mejor —indicó mi madre sonriendo esperanzada—. Ponete la corbata azul. Ya está planchada y le cosí el forro.
De un salto me planté en mi cuarto y en tanto me trajeaba, escuché a la judía que narraba con voz lamentosa una riña con su marido.
—¡Qué cosa, frau Drodman! Vino borracho, bien borracho. Maximito no estaba, había ido a Quilmes a ver un trabajo de pintura. Yo estaba en la cocina, salgo afuera, y me dice mostrándome el puño así:
"'La comida, pronto... ¿Y el canalla de tu hijo por qué no vino a la obra?' Qué vida, frau, qué vida... Voy a la cocina y ligerito prendo el gas. Pensaba que si venía Maximito iba a suceder un bochinche, y temblaba, frau. ¡Dios mío! Ligerito le traigo el sartén con el hígado y huevos fritos en manteca. Porque a él no le gusta el aceite. Y lo hubiera visto, frau, abre los ojos grandes, frunce la nariz y me dice:
"'Perra, esto está podrido' y eran frescos los huevos. ¡Qué vida, frau, qué vida...! Toda la cama de huevos y manteca. Yo corrí hasta la puerta y él se levantó, agarró los platos y los tiraba contra el suelo. Qué vida. Hasta la hermosa sopera, ¿se acuerda, frau?, hasta la hermosa sopera se rompió. Yo tenía miedo y como me fui, él vino y pum, pum, se daba tremendos puñetazos en el pecho... ¡Qué cosa horrible!, y me gritó cosas que nunca, frau, me gritó: '¡Cochina, quiero lavarme las manos con tu sangre!'"
Se oía suspirar profundamente a la señora Naidath. Los percances de la mujer me divertían. En tanto hacía el lazo de mi corbata, me imaginaba sonriendo al grandulón de su marido, un canoso polaco, con nariz de cacatúa, vociferando tras de doña Rebeca.
El señor Josías Naidath era un hebreo más generoso que un etman del siglo de Sobiesky. Hombre raro. Detestaba a los judíos hasta las exaspeación, y su antisemitismo grotesco se exteriorizaba en un léxico fabuloso por lo obsceno. Natural, su odio era colectivo.
Amigos especuladores le habían engañado muchas veces, pero no quería convencerse de ello y en su casa, para desesperación de la señora Rebeca, siempre podían encontrarse inmigrantes alemanes gordos y aventureros de miserable traza, que se hartaban en torno de la mesa con chucrut y salchicha, y que reían con gruesas carcajadas, moviendo los inexpresivos ojos azules.
El judío les protegía hasta que encontraban trabajo, valiéndose de las relaciones que como pintor y francmasón tenía. Algunos le robaron; hubo un pillastre que del día a la noche desapareció de una casa en refacción llevándose escaleras, tablones y pinturas.
Cuando el señor Naidath supo que el sereno, su protegido, se había despachado en tal forma, puso el grito en el cielo. Parecía el dios Thor enfurecido... más no hizo nada.
Su esposa era el prototipo de la judía avara y sórdida.
Recuerdo que cuando mi hermana era más pequeña, estaba un día de visita en su casa. Con candidez admiraba un hermoso ciruelo cargado de fruta en sazón, y como es lógico, apetecía la fruta y le pedía con palabras tímidas.
Entonces la señora Rebeca la reprendió:
—Hijita... Si tenés ganas de comer ciruela, podés comprar toda la que quieras en el mercado.
—Sírvase el té, señora Naidath.
La judía continuaba narrando lamentosamente:
—Después me gritaba, y todos los vecinos oían, frau; me gritaba: "Hija de carnicero judío, judía cochina, protectora de tu hijo." Como si él no fuera judío, como si Maximito no fuera su hijo.
Efectivamente, la señora Naidath y el cernícalo de Maximito se entendían admirablemente para engañarlo al francmasón y sonsacarle dinero que gastaban en tonterías, complicidad de la que era sabedor el señor Naidath, y que sólo mentándola le sacaba de sus casillas.
Maximito, origen de tantas desaveniencias, era un badulaque de veintiocho años, que se avergonzaba de ser judío y tener la profesión de pintor.
Para disimular su condición de obrero, vestía como un señor, gastaba lentes y de noche antes de acostarse se untaba las manos con glicerina.
De sus barrabasadas yo conocía algunas sabrosísimas.
Cierta vez cobró clandestinamente un dinero debitado por un hostelero a su padre. Tendría entonces veinte años y sintiéndose con aptitudes de músico, invirtió el importe en un arpa magnífica y dorada. Maximito explicó, por sugerencia de su madre, que había ganado unos pesos con un quinto de lotería, y el señor Naidath no dijo nada, pero escamado miró de reojo el arpa, y los culpables temblaron como en el paraíso Adán y Eva cuando los observó Jehová.
Pasaron los días. En tanto, Maximito tañía el arpa y la vieja judía se regocijaba. Estas cosas suelen suceder. La señora Rebeca decía a sus amistades que Maximito tenía grandes condiciones de arpista, y la gente, después de admirar el arpa en un rincón del comedor, decía que sí.
Sin embargo, a pesar de su generosidad, el señor Josías era un hombre prudente ciertas veces y pronto se hizo cargo por qué trapacería era dueño del arpa el magnánimo Maximito.
En esta circunstancia, el señor Naidath, que tenía una fuerza espantosa, estuvo a la altura de las circunstancias, y como recomienda el salmista, habló poco y obró mucho.
Era sábado, pero al señor Josías, importábale un ardite el precepto mosaico, a vía de prólogo sacudió dos puntapiés al trasero de su mujer, cogió a Maximito del cuello y después de quitarle el polvo lo condujo a la puerta de calle, y a los vecinos que en mangas de camisa se divertían inmensamente con el barullo, desde la ventana del comedor les arrojó el arpa a las cabezas.
Esto ameniza la vida, y por eso la gente decía del judío:
—¡Ah!, el señor Naidath... es una buena persona.
Terminado de acicalarme, salí.
—Bueno, hasta luego, frau, saludos a su esposo y a Maximito.
—¿No le das las gracias? —interrumpió mi madre.
—Ya se las di antes.
La hebrea levantó los ojillos envidiosos de las rebanadas de pan untadas de manteca y con flojedad me estrechó las manos. Ya reaccionaban en ella los deseos de verme fracasado en mis gestiones.
Anochecido, llegué al Palomar.
Al preguntarle por él, un viejo que fumaba sentado en un bulto, bajo el farol verde de la estación, con un mínimo gasto de gestos, me indicó el camino entre las tinieblas.
Comprendí que me las había con un indiferente; no quise abusar de su parquedad, sabiendo casi tanto como antes de interrogarle, le di las gracias y emprendí el camino.
Entonces el viejo me gritó:
—Diga, niño, ¿no tiene diez centavos? Pensé no beneficiarlo, mas reflexionando rápidamente, me dije que si Dios existía podría ayudarme en mi empresa como yo lo hacía con el viejo y no sin secreta pena me acerqué para entregarle una moneda.
Entonces el andrajoso fue más explícito. Abandonó el bulto y con tembloroso brazo extendido hacia la oscuridad señaló:
—Vea, niño... siga derechito, derechito y a la izquierda está el casino de los oficiales.
Caminaba.
El viento removía los follajes resecos de los eucaliptus, y cortándose en los troncos y los altos tilos del telégrafo, silbaba ululante.
Cruzando el fangoso camino, palpando los alambres de los cercos, y cuando lo permitía la dureza del terreno rápido, llegué al edificio que el viejo ubicara a la izquierda con el nombre de casino.
Indeciso, me detuve. ¿Llamaría? Tras de las barandas del chalet, frente a la puerta, no había ningún soldado de guardia.
Subí tres escalones, y audazmente —así pensaba entonces— me interné en un estrecho corredor de madera, material de que estaba construido todo el edificio, y me detuve frente a la puerta de una oblonga habitación, cuyo centro ocupaba una mesa.
En derredor de ella, tres oficiales, uno recostado en un sofá junto al trinchante, otro de codos en la mesa, y un tercero con los pies en el aire, pues apoyaba el respaldar de la silla en el muro, conversaban con displicencia frente a cinco botellas de colores distintos.
—¿Qué quiere usted?
—Me he presentado, señor, por el aviso.
—Ya se llenaron las vacantes.
Objeté, sumamente tranquilo, con una serenidad que me nacía de la poca suerte:
—Caramba, es una lástima, porque yo soy medio inventor, me hubiera encontrado en mi ambiente.
—¿Y qué ha inventado usted? Pero entre, siéntese —habló un capitán incorporándose en el sofá:
Respondí sin inmutarme:
—Un señalador automático de estrellas fugaces, y una máquina de escribir con caracteres de imprenta lo que se le dicta. Aquí tengo una carta de felicitación que me ha dirigido el físico Ricaldoní.
No dejaba de ser curioso esto para los tres oficiales aburridos, y de pronto comprendí que les había interesado.
—A ver, tome asiento —me indicó uno de los tenientes examinando mi catadura de pies a cabeza—. Explíquenos sus famosos inventos. ¿Cómo se llamaban?
—Señalador automático de estrellas fugaces, señor oficial.
Apoyé mis brazos en la mesa, y miré con mirada que me parecía investigadora, los semblantes de líneas duras y ojos inquisidores, tres rostros curtidos de dominadores de hombres, que me observaban entre curiosos e irónicos. Y en aquel instante, antes de hablar, pensé en los héroes de mis lecturas predilectas y la catadura de Rocambole, del Rocambole con gorra de visera de hule y sonrisa canalla en la boca torcida, pasó por mis ojos incitándome al desparpajo y a la actitud heroica.
Confortado, segurísimo de no incurrir en errores, dije:
—Señores oficiales: ustedes sabrán que el selenio conduce la corriente eléctrica cuando está iluminado; en la oscuridad se comporta como un aislador. El señalador no consistiría nada más que en una célula de selenio, conectada con un electroimán. El paso de una estrella por el retículo del selenio, sería señalada por un signo, ya que la claridad del meteoro, concentrada por un lente cóncavo, pondría en condiciones de conductor al selenio.
—Está bien. ¿Y la máquina de escribir?
—La teoría es la siguiente. En el teléfono el sonido se convierte en una onda electromagnética.
"Si medimos con un galvanómetro de tangente la intensidad eléctrica producida por cada vocal y consonante, podemos calcular el número de amperios vueltas, necesarios para fabricar un teclado magnético, que responderá a la intensidad de corriente de cada vocal."
El ceño del teniente acentuóse.
—No está mala la idea, pero usted no tiene en cuenta la dificultad de crear electroimanes que respondan a alteraciones eléctricas tan ínfimas y eso sin contar las variaciones del timbre de voz, el magnetismo remanente; otro problema muy serio y el peor, quizá, que las corrientes se distribuyan por sí mismas en los electroimanes correspondientes. ¿Pero tiene usted allí la carta de Ricaldoni?
El teniente se inclinó sobre ella; después entregándola a otro de los oficiales, me dijo:
—¿Ha visto usted? Los inconvenientes que yo le planteo, también los señala Ricaldoni. Su idea, en principio, es muy interesante. Yo le conozco a Ricaldoni. Ha sido mi profesor. Es un sabio el hombre.
—Sí, bajito, gordo, bastante gordo.
—¿Quiere servirse un vermouth? —me ofreció el capitán sonriendo.
—Muchas gracias, señor, no tomo.
—Y de mecánica, ¿sabe algo?
—Algo. Cinemática... Dinámica... Motores a vapor y explosión; también conozco los motores de aceite crudo. Además, he estudiado química y explosivos, que es una cosa interesante.
—También. ¿Y qué sabe de explosivos?
—Pregúnteme usted —repliqué sonriendo.
—Bueno, a ver, ¿qué son fulminantes?
Aquello tomaba visos de un examen, y echándomelas de erudito, respondí:
—El capitán Cundill, en su Diccionario de explosivos, dice que los fulminantes son las sales metálicas de un ácido hipotético llamado fulminato de hidrógeno. Y son simples o dobles.
—A ver, a ver: un fulminato doble.
—El de cobre, que son cristales verdes y producidos haciendo hervir fulminato de mercurio, que es simple, con agua y cobre.
—Es notable lo que sabe este muchacho. ¿Qué edad tiene usted?
—Dieciséis años, señor.
—¿Dieciséis años?
—¿Se da cuenta, capitán? Este joven tiene un gran porvenir. ¿Qué le parece que le hablemos al capitán Márquez? Sería una lástima que no pudiera ingresar.
—Indudablemente —y el oficial del cuerpo de ingenieros se dirigió a mí.
—Pero, ¿dónde diablos ha estudiado usted todas esas cosas?
—En todas partes, señor. Por ejemplo: voy por la calle y en una casa de mecánica veo una máquina que no conozco. Me paro, y me digo estudiando las diferentes partes de lo que miro: esto debe funcionar así y así, y debe servir para tal cosa. Después que he hecho mis deducciones, entro al negocio y pregunto, y créame, señor, raras veces me equivoco. Además, tengo una biblioteca regular, y si no estudio mecánica, estudio literatura.
—¿Cómo —interrumpió el capitán—, también literatura?
—Sí, señor, y tengo los mejores autores: Baudelaire, Dostoievski, Baroja.
—Che, ¿no será un anarquista éste?
—No, señor capitán. No soy anarquista. Pero me gusta estudiar, leer.
—¿Y qué opina su padre de todo esto?
—Mi padre se mató cuando yo era muy chico.
Súbitamente callaron. Mirándome, los tres oficiales se miraron.
Afuera silbaba el viento, y en mi frente se ahondó más el signo de la atención.
El capitán se levantó y le imité.
—Mire, amiguito, lo felicito, véngase mañana. Esta noche trataré de verlo al capitán Márquez, porque usted lo merece. Eso es lo que necesita el ejército argentino. Jóvenes que quieran estudiar.
—Gracias, señor.
—Mañana, si quiere verme, con el mayor gusto lo voy a atender. Pregunte usted por el capitán Bossi.
Grave de inmensa alegría, me despedí.
Ahora cruzaba las tinieblas, saltaba los alambrados, estremecido de un coraje sonoro.
Más que nunca se afirmaba la convicción del destino grandioso a cumplirse en mi existencia. Yo podría ser un ingeniero como Edison, un general como Napoleón, un poeta como Baudelaire, un demonio como Rocambole.
Séptima alegría. Por elogio de los hombres, he gozado noches tan estupendas, que la sangre, en una muchedumbre de alegrías, me atropellaba el corazón, y yo creía, sobre las espaldas de mi pueblo de alegrías, cruzar los caminos de la tierra, semejante a un símbolo de juventud.
Creo que fuimos escogidos treinta aprendices para mecánicos de aeroplanos entre doscientos solicitantes.
Era una mañana gris. El campo se extendía a lo lejos, áspero. De su continuidad verde gris se desprendía un castigo sin nombre.
Acompañados por un sargento pasamos junto a los hangares cerrados, y en la cuadra nos vestimos con ropa de fajina.
Lloviznaba, y a pesar de ello un cabo nos condujo a hacer gimnasia en un potrero situado tras de la cantina.
No era difícil. Obedeciendo a las voces de mando dejaba entrar en mí la indiferente extensión de la llanura. Esto hipnotizaba el organismo, dejando independientes los trabajos de la pena.
Pensaba:
"Si ella ahora me viera, ¿qué diría?"
Dulcemente, como una sombra en un muro blanqueado de luna, pasó toda ella, y en cierto anochecimiento lejano vi el semblante de imploración de la niña inmóvil junto al álamo negro.
—A ver si se mueve, recluta —me gritó el cabo.
A la hora del rancho, chapoteando en el barro, nos acercamos a las ollas hediondas de comida. Bajo los tachos humeaban los leños verdes. Apretujándonos extendíamos al cocinero los platos de lata.
El hombre hundía su cucharón en la basofia, y un tridente en otra olla, luego nos apartábamos para devorar.
En tanto comía, recordé a don Gaetano y a la mujer cruel. Y aunque no habían transcurrido, yo percibía inmensos espacios de tiempo entre mi ayer taciturno y mi hoy vaciloso.
Pensé:
"Ahora que todo ha cambiado, ¿quién soy yo dentro del amplio uniforme?"
Sentado junto a la cuadra, observaba la lluvia cayente a intervalos, y con el plato encima de las rodillas no podía apartar los ojos del arco del horizonte, tumultuoso a pedazos, liso como una franja de metal en otros y aleonado tan despiadadamente, que el frío de su altura en la caída penetraba hasta los huesos.
Algunos aprendices amontonados en la escuadra reían, y otros, inclinados en una pileta para abrevar caballos, se lavaban los pies.
Me dije:
"Y así es la vida, quejarse siempre de lo que fue. Con cuánta lentitud caían los hilos de agua. Y así era la vida." Dejé el plato en tierra, para agrandar mis cavilaciones con estas ansiedades.
¿Saldría yo alguna vez de mi ínfima condición social, podría convertirme algún día en un señor, dejar de ser el muchacho que se ofrece para cualquier trabajo?
Pasó un teniente y adopté la posición militar... Después me dejé caer en un rincón y la pena se me hizo más honda.
En el futuro, ¿no sería yo uno de esos hombres que llevan cuellos sucios, camisas zurcidas, traje color vinoso y botines enormes, porque en los pies le han salido callos y juanetes de tanto caminar, de tanto caminar solicitando de puerta en puerta trabajo en qué ganarse la vida?
Me tembló el alma. ¿Qué hacer, qué podría hacer para triunfar, para tener dinero, mucho dinero? Seguramente no me iba a encontrar en la calle una cartera con diez mil pesos. ¿Qué hacer, entonces? Y no sabiendo si pudiera asesinar a alguien, si al menos hubiera tenido algún pariente, rico, a quien asesinar y responderme, comprendí que nunca me resignaría a la vida penuriosa que sobrellevan naturalmente la mayoría de los hombres.
De pronto se hizo tan evidente en mi conciencia la certeza de que ese anhelo de distinción me acompañaría por el mundo, que me dije:
"No me importa no tener traje, ni plata, ni nada"; y casi con vergüenza me confesé: "Lo que yo quiero, es ser admirado de los demás, elogiado de los demás. ¡Qué me importa ser un perdulario! Eso no me importa... Pero esta vida mediocre... Ser olvidado cuando muera, esto sí que es horrible. ¡Ah, si mis inventos dieran resultado! Sin embargo, algún día me moriré, y los trenes seguirán caminando, y la gente irá al teatro como siempre, y yo estaré muerto, bien muerto... muerto para toda la vida."
Un escalofrío me erizó el vello de los brazos. Frente al horizonte recorrido por navíos de nubes, la convicción de una muerte eterna espantaba mi carne. Apresurado, cogiendo el plato, fui a la pileta.
¡Ah, si se pudiera descubrir algo para no morir nunca, vivir aunque fuera quinientos años!
El cabo que dirigía los ejercicios de instrucción, me llamó:
—En seguida, mi cabo primero.
Durante el ejercicio, por intermedio del sargento, había solicitado permiso al capitán Márquez, con objeto de pedirle consejo acerca de un mortero de trinchera que había ideado, para arrojar proyectiles que permitieran destruir mayor cantidad de hombres, que los schrapnells con sus explosivos.
Interiorizado en mi vocación, el capitán Márquez acostumbraba escucharme, y en tanto yo hablaba esquematizando en la pizarra, él, tras los espejuelos de sus lentes, me miraba sonriendo con una sonrisa de curiosidad, de burla y de indulgencia.
Dejé el plato en la bolsa de servicio y rápidamente me dirigí al casino de oficiales.
Ahora estaba en su habitación. Junto al muro, un lecho de campaña, un estante con revistas y cursos de ciencias militares, y clavado en la pared un tablero negro con su cajita llena de barras de tiza clavada en un ángulo.
El capitán me dijo:
—A ver, ayer cómo es ese cañón de trinchera. Diséñelo.
Cogí una tiza, e hice un croquis.
Comencé.
—Usted sabe, mi capitán, que el inconveniente de los grandes calibres, son peso y tamaño de la pieza.
—Bien, y...
—Yo tengo imaginado un cañón de esta forma: el proyectil de grueso calibre estaría perforado en el centro y en vez de estar colocado en un tubo que es el cañón, sería introducido en la barra de hierro, como un anillo en el dedo, yéndose a encajar en la cámara donde explotaría el cartucho. La ventaja de mi sistema, es que sin aumentar el peso del cañón, se aumentaría enormemente el calibre del proyectil y la carga explosiva que puede llevar.
—Entiendo... Está bien... Pero usted debe saber esto: de acuerdo con el calibre de los proyectiles, su peso y la clase del grano de pólvora, se calcula el grosor, diámetro y longitud del cañón. Es decir, que a medida que la pólvora se va inflamando, el proyectil por presión de los gases avanza en el cañón, de forma que cuando ha llegado a la boca de éste, el explosivo ha rendido su máximo de energía.
"En su invento ocurre todo lo contrario. Se efectúa la explosión y el proyectil se desliza por la barra y los gases, en vez de seguir presionándolo, se pierden en el aire, es decir, que si la explosión tiene que seguir actuando durante un segundo de tiempo, usted lo reduce a un décimo o a un milésimo. Es lo contrario. A mayor diámetro, menos uniformidad, más resistencia, a menos que usted haya descubierto una balística nueva, que es medio difícil."
Y terminó agregando:
—Usted tiene que estudiar, estudiar mucho, si quiere ser algo.
Yo pensaba, sin atreverme a decirlo: "Cómo estudiar, si tengo que aprender un oficio para ganarme la vida."
Proseguía:
—Estudié muchas matemáticas; lo que le falta a usted es la base, discipline el pensamiento, aplíquelo al de las pequeñas cosas prácticas, y entonces podrá tener éxito en sus iniciativas.
—¿Le parece, mi capitán?
—Sí, Astier. Usted tiene condiciones innegables, pero estudie, usted cree que porque piensa lo ha hecho todo, y pensar no es nada más que un principio.
Y yo salía de allí, estremecido de gratitud hacia ese hombre que conocía serio y melancólico y que a pesar de la disciplina, tenía la misericordia de alentarme.
Eran las dos de la tarde del cuarto día de mi ingreso en la Escuela Militar de Aviación.
Estaba tomando mate cocido en compañía de un pelirrojo apellidado Walter, que con entusiasmo conmovedor me hablaba de una chacra que tenía su padre, un alemán, en las cercanías del Azul.
Decía el pelirrojo con la boca llena de pan:
—Todos los inviernos carneamos tres chanchos para la casa. Los demás se venden. Así a la tarde cuando hacía frío, entraba y me cortaba un pedazo de pan, después con el Ford me iba a recorrer...
—Drodman, venga —me gritó el sargento. Detenido frente a la cuadra me observaba con seriedad inusitada.
—Ordene, mi sargento.
—Vístase de particular y entrégueme el uniforme, porque está usted de baja.
Le miré atento.
—¿De baja?
—Sí, de baja.
—¿De baja, mi sargento? —temblaba todo al hablarlo. El suboficial me observó apiadado. Era un provinciano de procederes correctos, y hacía pocos días que había recibido el brevet de aviador.
—Pero si yo no he cometido ninguna falta, mi sargento, usted lo sabe bien.
—Claro que lo sé... Pero qué le voy a hacer... la orden la dio el capitán Márquez.
—¿El capitán Márquez? Pero eso es absurdo... El capitán Márquez no puede dar esa orden... ¿No habrá equivocación?
—Así es, en el detalle me dijeron Silvio Drodman Astier... Aquí no hay otro Drodman Astier que usted, creo, ¿no?, así que es usted, no hay vuelta de hoja.
—Pero esto es una injusticia, mi sargento.
El hombre frunció el ceño y en voz baja confidenció:
—¿Qué quiere que le haga? Claro que no está bien... creo... no, no lo sé... me parece que el capitán tiene un recomendado... así me han dicho, no sé si es verdad, y como ustedes no han firmado contrato todavía, claro, sacan y ponen al que quieren. Si hubiera contrato firmado no habría caso, pero como no está firmado, hay que aguantarse.
Dije suplicante:
—¿Y usted mi sargento, no puede hacer nada?
—¿Y qué quiere que haga, amigo? ¿Qué quiere que haga?, si soy igual a usted; se ve cada cosa.
El hombre me compadecía.
Le di las gracias, y me retiré con lágrimas en los ojos.
—La orden es del capitán Márquez.
—¿Y no se le puede ver?
—No está el capitán.
—¿Y el capitán Bossi?
—El capitán Bossi no está.
En el camino, el sol de invierno teñía de una lúgubre rojidez el tronco de los eucaliptus.
Yo caminaba hacia la estación.
De pronto vi en el sendero al director de la escuela.
Era un hombre rechoncho, de cara mofletuda y colorada como la de un labriego. El viento le movía la capa sobre las espaldas, y hojeando un infolio respondía brevemente al grupo de oficiales que en círculo le rodeaba.
Alguien debió comunicarle lo sucedido, pues el teniente coronel levantó la cabeza de los papeles, me buscó con la mirada, y encontrándome, me gritó con voz destemplada:
—Vea amigo, el capitán Márquez me habló de usted. Su puesto está en una escuela industrial. Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo.
Ahora cruzaba las calles de Buenos Aires, con estos gritos adentrados en el alma.
"¡Cuando mamá lo sepa!"
Involuntariamente me la imaginaba diciendo con acento cansado:
—Silvio... pero no tienes lástima de nosotros... que no trabajas... que no quieres hacer nada. Mira los botines que llevo, mira los vestidos de Lila, todos remendados, ¿qué piensas, Silvio, que no trabajas?
Calor de fiebre me subía a las sienes; olíame sudoroso, tenía la sensación de que mi rostro se había entosquecido de pena, deformado de pena, una pena hondísima, toda clamorosa.
Rodaba abstraído, sin derrotero. Por momentos los ímpetus de cólera me envaraban los nervios, quería gritar, luchar a golpes con la ciudad espantosamente sorda... y súbitamente todo se me rompía adentro, todo me pregonaba a las orejas mi absoluta inutilidad.
"¿Qué será de mí?"
En ese instante, sobre el alma, el cuerpo me pesaba como un traje demasiado grande y mojado.
Ahora, cuando vaya a casa, mamá quizás no me diga nada. Con gesto de tribulación abrirá el baúl amarillo, sacará el colchón, pondrá sábanas limpias en la cama y no dirá nada. Lila, en silencio, me mirará como reprochándome.
—¿Qué has hecho, Silvio? —y no agregará nada.
"¿Qué será de mí?"
¡Ah, es menester saber las miserias de esta vida puerca, comer el hígado que en la carnicería se pide para el gato, y acostarse temprano para no gastar el petróleo de la lámpara!
Otra vez me sobrevino el semblante de mamá, relajado en arrugas por su vieja pena; pensé en la hermana que jamás profería una queja de disgusto y sumisa al destino amargo empalidecía sobre sus libros de estudio, y el alma se me cayó entre las manos. Me sentía arrastrado a detener a los transeúntes, a coger de las mangas del saco a las gentes que pasaban y decirles: "Me han echado del ejército así porque si, ¿comprenden ustedes? Yo creía poder trabajar... trabajar en los motores, componer aeroplanos... y me han echado así... porque sí.
Me decía:
"Lila, ¡ah!, ustedes no la conocen, Lila es mi hermana; yo pensaba, sabía que podríamos ir alguna vez al biógrafo; en vez de comer hígado, comeríamos sopa con verduras, saldríamos los domingos, la llevaría a Palermo. Pero ahora...
"¿No es una injusticia, digan ustedes, no es una injusticia?...
"Yo no soy un chico. Tengo dieciséis años, ¿por qué me echan? Iba a trabajar a la par de cualquiera, y ahora... ¿Qué dirá mamá? ¿Qué dirá Lila? Ah, si ustedes la conocieran. Es seria: en la Normal saca las mejores calificaciones. Con lo que yo ganara comerían mejor en casa. Y ahora, ¿qué voy a hacer yo?..."
Noche ya, en la calle Lavalle, cerca del Palacio de Justicia me detuve frente a un cartel:
PIEZAS AMUEBLADAS POR UN PESO
Entré al zaguán iluminado débilmente por una lámpara eléctrica, y en una garita de madera aboné el importe. El dueño, hombre gordo, en mangas de camiseta a pesar del frío, me condujo a un patio lleno de macetas pintadas de verde, y señalándome al mucamo, le gritó:
—Félix, éste a la 24.
Miré arriba. Aquel patio era el fondo de un cubo, cuyas caras lo formaban los muros de cinco pisos de habitaciones con ventanas cubiertas de cortinas. A través de algunos vidrios veíanse las paredes iluminadas, otras estaban oscuras y no sé de dónde partía bulla de mujeres, risas reprimidas, y ruidos de cacerolas.
Subíamos por una escalera de caracol. El mucamo, un granuja picado de viruelas con delantal azul, me precedía, arrastrando el plumero, cuyas plumas desbarbadas barrían el suelo.
Por fin llegamos. El pasillo, como el zaguán, estaba débilmente iluminado.
El mucamo abrió la puerta y encendió la luz. Le dije:
—Mañana me despierta a las cinco, no se olvide.
—Bueno, hasta mañana.
Extenuado por la pena y las cavilaciones me dejé caer en un lecho.
La pieza: dos camas de hierro cubiertas de colchas azules, con borlitas blancas, un lavabo de hierro barnizado y una mesita imitación caoba. En un ángulo, el cristal del ropero espejaba la puerta tablero.
Perfume acre flotaba en el aire confinado entre los cuatro muros blancos.
Volví el rostro hacia la pared. Con lápiz, algún durmiente había diseñado un dibujo obsceno.
Pensé:
"Mañana me iré a Europa, puede ser...", y cubriéndome la cabeza con la almohada, rendido de fatiga, me dormí. Fue un sueño densísimo, a través de cuya oscuridad se deslizó esta alucinación:
En una llanura de asfalto, manchas de aceite violeta brillaban tristemente bajo un cielo de buriel. En el zenit otro pedazo de altura era de un azul purísimo. Dispersos sin orden, se elevaban por todas partes cubos de portland.
Unos eran pequeños como dados, otros altos y voluminosos como rascacielos. De pronto del horizonte hacia el zenit se alargó un brazo horriblemente flaco. Era amarillo como un palo de escoba, los dedos cuadrados se extendían unidos.
Retrocedí espantado, pero el brazo horriblemente flaco se alargaba, y yo esquivándolo me empequeñecía, tropezaba con los cubos de portland, me ocultaba tras ellos; espiando, asomaba el rostro por una arista y el brazo delgado como el palo de una escoba, con los dedos envarados, estaba allí, sobre mi cabeza, tocando el zenit.
En el horizonte la claridad había menguado, quedando fina como el filo de una espada.
Allí asomó el rostro.
Era un pedazo de frente abultada, una ceja hirsuta y después un trozo de mandíbula. Bajo el párpado arrugado estaba el ojo, un ojo de loco. La córnea inmensa, la pupila redonda y de aguas convulsas. El párpado hizo un guiño triste...
—Señor, eh, diga, señor...
Me incorporé sobresaltado.
—Se ha dormido vestido, señor.
Con dureza miré a mi interlocutor.
—Cierto, tiene razón.
El muchacho se retiró unos pasos.
—Como vamos a ser compañeros de pieza esta noche, me permití despertarlo. ¿Está disgustado?
—No, ¿por qué? —y después de restregarme los ojos, incorporándome, me senté al borde del lecho. Le observé:
El ala de un hongo negro le sombreaba la frente y los ojos. Su mirada era falsa, y el resplandor aterciopelado de ella parecía tocar la propia epidermis. Tenía una cicatriz junto al labio, cerca de la barbilla, y sus labios túmidos, demasiado rojos, sonreían en su cara blanca. El sobretodo exageradamente ceñido modelaba las formas de su cuerpo pequeño.
Bruscamente le pregunté:
—¿Qué hora es?
Con urgencia tomó su reloj de oro.
—Las once menos cuarto.
Somnoliento yo vacilaba allí. Ahora miraba con desaliento mis botines opacos, donde se habían roto los hilos de un remiendo, dejando ver un trozo de media por la hendidura.
En tanto el adolescente colgó su sombrero en la percha. y con un gesto de fatiga arrojó los guantes de cuero encima de una silla. Volví a mirarle de reojo, pero aparté la vista de él porque vi que me observaba.
Vestía irreprochablemente, y desde el rígido cuello almidonado, hasta los botines de charol con polainas color de crema, se reconocía en él al sujeto abundante en dinero.
Sin embargo, no sé por qué se me ocurrió:
"Debe tener los pies sucios."
Sonriendo con una sonrisa mentirosa volvió el rostro y un mechón de su cabellera se le desparramó por la mejilla hasta cubrirle el lóbulo de una oreja. Con voz suave y examinándome al soslayo con su mirada pesada, dijo:
—Parece que está cansado usted, ¿no?
—Sí, un poco.
Quitóse el sobretodo cuyo forro de seda brilló en los dobleces. Cierta fragancia grasienta se desprendía de su ropa negra, y repentinamente inquieto lo consideré; después, sin conciencia de lo que decía, le pregunté:
—¿No tiene la ropa sucia, usted?
El otro me adivinó en el sobresalto, mas atinó la respuesta:
—¿Le ha hecho daño que lo despertara así?
—No, ¿por qué me iba a hacer mal?
—Es decir, joven. A algunos les hace daño. En el internado tenía un amiguito que cuando lo despertaban bruscamente, le daba un ataque de epilepsia.
—Un exceso de sensibilidad.
—Sensibilidad de mujer, diga usted, ¿no le parece, joven?
—¿Así que su amiguito era un hiperestésico? Pero vea, che, haga el favor, abra esa puerta, porque yo me asfixio. Que entre un poco de aire. Hay olor de ropa sucia aquí.
El intruso frunció ligeramente el ceño... Se dirigió a la puerta, pero antes de llegar a ella unas cartulinas le cayeron del bolsillo del saco al suelo.
Apresurado, se inclinó para recogerlas, y me acerqué a él.
Entonces vi: eran todas fotografías del hombre y la mujer, en las distintas formas de la cópula.
El rostro del desconocido estaba purpurino. Balbuceó:
—No sé cómo están en mi poder, eran de un amigo.
No le respondí.
De pie, junto a él, miraba con obstinación terrible un grupo. Él dijo no sé qué cosas. Yo no le escuchaba. Miraba alucinado una fotografía terrible. Una mujer postrada ante un faquin innoble, con gorra de visera de hule y un elástico negro arrollado sobre el vientre.
Volví el rostro al mancebo.
Ahora estaba pálido, las pupilas voraces dilatadísimas, y en los párpados ennegrecidos rebrillante una lágrima. Su mano cayó sobre mi brazo.
—Déjame aquí, no me eches.
—Entonces usted... vos sos...
Arrastrándome me empujó al borde del lecho y se sentó a mis pies.
—Sí, soy así, me da por rachas.
Su mano se apoyaba en mi rodilla.
—Me da por rachas.
Era profunda y amarga la voz del adolescente.
—Sí, soy así... me da por rachas.
Una pena miedosa temblaba en su voz. Después su mano cogió mi mano y la puso de canto sobre su garganta para apretármela con el mentón. Habló en voz muy baja, casi un soplo.
—¡Ah, si hubiera nacido mujer. ¿Por qué será así esta vida?
En las sienes me batían las venas terriblemente.
Él me preguntó: —¿Cómo te llamas?
—Silvio.
—¿Decime, Silvio, no me despreciás?... pero no... vos no tenés cara... ¿cuántos años tenés?
Enronquecido le contesté:
—Dieciséis... ¿pero estás temblando?...
—Sí... querés... vamos...
De pronto le vi, sí, le vi... En el rostro congestionado le sonreían los labios... sus ojos también sonreían con locura... y súbitamente, en la precipitada caída de sus ropas, vi ondular la puntilla de una camisa sucia sobre la cinta de carne que en los muslos dejaban libre largas medias de mujer.
Lentamente, como en un muro blanqueado de luna, pasó por mis ojos el semblante de imploración de la niña inmóvil junto a la verja negra. Una idea fría —si ella supiera lo que hago en este momento— me cruzó la vida.
Más tarde me acordaría siempre de aquel instante. Retrocedí huraño, y mirándolo, le dije despacio:
—Andate.
—¿Qué?
Más bajo aún le repetí:
—Andate.
—Pero...
—Andate, bestia. ¿Qué hiciste de tu vida?... ¿de tu vida?...
—No... no seas así...
—Bestia... ¿Qué hiciste de tu vida?
Y yo no atinaba a decirle en ese instante todas las altas cosas, preciosas y nobles que estaban en mí, y que instintivamente rechazaban su llaga.
El mancebo retrocedió. Encogía los labios mostrando los colmillos, luego se sumergió en el lecho, y mientras yo vestido entraba a mi cama, él, con los brazos en asa bajo la nuca, comenzó a cantar:
Arroz con leche,
me quiero casar.
Lo miré oblicuamente, luego, sin cólera, con una serenidad que me asombraba, le dije:
—Si no te callás, te rompo la nariz.
—¿Qué?
—Sí, te rompo la nariz.
Entonces volvió el rostro a la pared. Una angustia horrible pesó en el aire confinado. Yo sentía la fijeza con que su pensamiento espantoso cruzaba el silencio. Y de él sólo veía el triángulo de cabello negro recortando la nuca, y después el cuello blanco, redondo, sin acusar tentaciones.
No se movía, pero la fijeza de su pensamiento se aplastaba... se modelaba en mí... y yo alelado pemanecía rígido, caído en el fondo de una angustia que se iba solidificando en conformidad. Y a momentos lo espiaba con el rabillo del ojo.
De pronto su colcha se movió, y quedaron al descubierto sus hombros, sus hombros lechosos que surgían del arco de puntilla que sobre las clavículas le hacía la camisa de batista...
Un grito suplicante de mujer estalló en el pasillo al cual daba mi habitación:
—No... no... por favor...
Y el sordo choque de un cuerpo sobre el muro, me arqueó el alma sobre el espanto primero, cavilé un instante, después salté del lecho y abrí la puerta en el preciso instante que la puerta de la pieza frontera se cerraba.
Me apoyé en el marco. De la vecina habitación, no surgía nada. Me volví dejando la puerta abierta, sin mirar al otro, apagué la luz y me acosté...
En mí había ahora una seguridad potente. Encendí un cigarrillo y le dije a mi compañero de albergue:
—Che, ¿quién te enseñó esas porquerías?
—Con vos no quiero hablar... sos un malo...
Me eché a reír, luego grave continué:
—En serio, che ¿sabés que sos un tipo raro? ¡Qué raro que sos! En tu familia, ¿qué dicen de vos? ¿Y esta casa? ¿Te fijaste en esta casa?
—Sos un malo.
—Y vos un santo, ¿no?
—No, pero sigo mi destino... porque yo no era así antes, ¿sabés?, yo no era así...
—¿Y quién te hizo así, entonces?
—Mi maestro, porque papá es rico. Después que aprobé el cuarto grado, me buscaron un maestro para que me preparara para el primer año del Nacional. Parecía un hombre serio. Usaba barba, una barba rubia puntiaguda y lentes. Tenía los ojos casi verdes de azules. A vos te cuento todo eso porque...
—¿Y?...
—Yo no era así antes... pero él me hizo así... Después, cuando él se iba, yo salía a buscarlo a su casa. Tenía entonces catorce años. Vivía en un departamento de la calle Juncal. Era un talento. Fíjate que tenía una biblioteca grande como estas cuatro paredes juntas. También era un demonio, ¡pero cómo me quería! Yo iba a su casa, el mucamo me hacía pasar al dormitorio... fijate que me había comprado todas las ropas de seda y vainilladas. Yo me disfrazaba de mujer.
—¿Cómo se llamaba?
—Para qué querés saber el nombre... Tenía dos cátedras en el Nacional y se mató ahorcándose...
—¿Ahorcándose?...
—Sí, se ahorcó en la letrina de un café... ¡pero qué zonzos sos!... ja... ja... no te creas... son mentiras... ¿No es verdad que es bonito el cuento?
Irritado, le dije:
—Vea che, déjeme tranquilo; me voy a dormir.
—No seas malo, escuchame... qué variable sos... no te vayas a creer lo de recién... te decía la pura verdad... cierto... el maestro se llamaba Próspero.
—¿Y usted ha seguido así hasta ahora?
—¿Y qué iba a hacer?
—¿Cómo qué iba a hacer? ¿Por qué no se va a lo de algún médico... algún especialista en enfermedades nerviosas? Además, ¿por qué es tan sucio?
—Si está de moda, a muchos les gusta la ropa sucia.
—Usted es un degenerado.
—Sí, tenés razón... soy chiflado... ¿pero qué querés?... mira... a veces estoy en mi dormitorio, anochece, querés creerme, es como una racha... siento el olor de las piezas amuebladas... veo la luz prendida y entonces no puedo... es como si un viento me arrastrara y salgo... los veo a los dueños de amuebladas.
—¿A los dueños, para qué?
—Natural, eso de ir a buscar, es triste: nosotras nos arreglamos con dos o tres dueños y en cuanto cae a la pieza un chico que vale la pena nos avisa por teléfono.
Después de un largo silencio, su voz se hizo más entonada y seria. Diría que se hablaba a sí mismo, con toda su tribulación:
—¿Por qué no habré nacido mujer?... en vez de ser un degenerado..., sí, un degenerado..., hubiera sido muchacha de mi casa, me hubiera casado con algún hombre bueno y lo hubiera cuidado... y lo hubiera querido... en vez... así... rodar de "catrera" en "catrera", y los disgustos... esos atorrantes de chambergo blanco y zapatos de charol que te conocen y te siguen... y hasta las medias te roban. ¡Ah!, si encontrara alguno que me quisiera para siempre, siempre.
—¡Pero usted está loco!, ¿todavía se hace esas ilusiones?
—¡Qué sabés vos! Tengo un amiguito que hace tres años vive con un empleado del Banco Hipotecario... y cómo lo quiere...
—Pero eso es una bestialidad...
—¿Qué sabés... si yo pudiera daría toda mi plata para ser mujer... una mujercita pobre... y no me importaría quedarme preñada y lavar la ropa con tal que él me quisiera... y trabajara para mí...
Escuchándole, estaba atónito.
¿Quién era ese pobre ser humano que pronunciaba palabras tan terribles y nuevas?... ¿que no pedía nada más que un poco de amor?
Me levanté para acariciarle la frente.
—No me toqués —vociferó—, no me toqués. Se me revienta el corazón. Andate.
Ahora estaba en mi lecho inmóvil, temeroso de que un ruido mio lo despertara para la muerte.
El tiempo transcurría con lentitud, y mi conciencia descentrada de extrañeza y fatiga recogía en el espacio el silencioso dolor de la especie.
Aún creía sentir el sonido de sus palabras... en lo negro su carita contraída de pena diseñaba un visaje de angustia, y con la boca resecada de fiebre, exclamaba a lo oscuro:
"Y no me importaría quedarme preñada y lavar ropa con tal de que él me quisiera y trabajara para mí."
Quedarse preñada. ¡Cuán suave se hacía esa palabra en sus labios!
"Quedarse preñada."
Entonces todo su mísero cuerpo se deformara, pero "ella", gloriosa de aquel amor tan hondo, caminara entre las gentes y no las viera, viendo el semblante de aquél a quien sometíase tan sumisa.
¡Tribulación humana! ¡Cuántas palabras tristes estaban aún escondidas en la entraña del hombre!
El ruido de una puerta cerrada violentamente me despertó. Encendí apresuradamente la lámpara. El adolescente había desaparecido, y su cama no conservaba la huella de ningún desorden.
Sobre el ángulo de la mesa, extendidos, había dos billetes de cinco pesos. Los recogí con avidez. En el espejo se reflejaba mi semblante empalidecido, la córnea surcada de hilos de sangre, y los mechones de cabello caídos en la frente.
Quedamente una voz de mujer imploró en el pasillo:
—Apúrate, por Dios... que si lo saben.
Distintamente resonó el campanilleo de un timbre eléctrico.
Abrí la ventana que daba al patio. Una ráfaga de aire mojado me estremeció. Aún era de noche, pero abajo en el patio, dos criados se movían en torno de una puerta iluminada.
Salí.
Ya en la calle, mi enervamiento se disipó. Entré a una lechería y tomé un café. Todas las mesas estaban ocupadas por vendedores de diarios y cocheros. En el reloj colgado sobre una pueril escena bucólica, sonaron cinco campanadas.
De pronto recordé que toda esa gente tenía hogar, vi el semblante de mi hermana, y desesperado, salí a la calle.
Otra vez se amontonaron en mi espíritu las tribulaciones de la vida, las imágenes que no quería ver ni recordar, y rechinando los dientes caminaba por las veredas oscuras, calles de comercios defendidos por cortinas metálicas y tableros de madera.
Tras esas puertas había dinero, los dueños de esos comercios dormirían tranquilamente en sus lujosos dormitorios, y yo, como un perro, andaba a la ventura por la ciudad.
Estremecido de odio, encendí un cigarrillo y malignamente arrojé la cerilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico; una pequeña llama onduló en los andrajos, de pronto el miserable se irguió informe como una tiniebla y yo eché a correr amenazado por su enorme puño.
En una casa de compraventa del Paseo de Julio, compré un revólver, lo cargué con cinco proyectiles y después, saltando a un tranvía, me dirigí a los diques.
Tratando de realizar mi deseo de irme a Europa, apresurado trepaba las escalerillas de cuerda de los transatlánticos, y me ofrecía para cualquier trabajo durante la travesía, a los oficiales que podía ver. Cruzaba pasillos, entraba a estrechos camarotes atestados de valijas, con sextantes colgados de los muros, cruzaba palabras con hombres uniformados, que volviéndose bruscamente cuando les hablaba, apenas comprendían mi solicitud y me despedían con un gesto malhumorado.
Por encima de las pasarelas se veía el mar tocando el declive del cielo y los velámenes de las barcas alejadísimas.
Caminaba alucinado, aturdido por el incesante trajín, por el rechinar de las grúas, los silbatos y las voces de los faquines descargando grandes bultos.
Experimentaba la sensación de encontrarme alejadísimo de mi casa, tan distante, que aunque me desdijera en mi afirmación, no podría ya más volver hasta ella.
Entonces me detenía a conversar con los pilotos de las chatas que se burlaban de mis ofrecimientos, a veces asomaban a responderme de las humeantes cocinas, rostros de expresiones tan bestiales, que temeroso me apartaba sin responder, y por los bordes de los diques caminaba, fijos los ojos en las aguas violentas y grasientas que con ruido gutural lamían el granito. Estaba fatigado. La visión de las enormes chimeneas oblicuas, el desarrollarse de las cadenas en las maromas, con los gritos de las maniobras, la soledad de los esbeltos mástiles, la atención ya dividida en un semblante que asomaba a un ojo de buey y a una lingada suspendida por un guinche sobre mi cabeza, ese movimiento ruidoso compuesto del entrecruzamiento de todas las voces, silbidos y choques, me mostraba tan pequeño frente a la vida, que yo no atinaba a escoger una esperanza.
Una trepidación metálica estremecía el aire de la ribera.
De las calles de sombra formadas por los altos muros de los galpones, pasaba a la terrible claridad del sol, a instantes un empellón me arrojaba a un costado, los gallardetes multicolores de los navíos se rizaban con el viento; más abajo, entre la muralla negra y el casco rojo de un transatlántico, martilleaban incesantemente los calafateadores, y aquella demostración gigantesca de poder y riqueza, de mercaderías apiñadas y de bestias pataleando suspendidas en el aire, me azoraba de angustia.
Y llegué a la inevitable conclusión.
"Es inútil, tengo que matarme."
Lo había previsto vagamente.
Ya en otras circunstancias la teatralidad que secunda con lutos el catafalco de un suicida, me había seducido con su prestigio.
Envidiaba a los cadáveres en torno de cuyos féretros sollozaban las mujeres hermosas, y al verlas inclinadas al borde de los ataúdes se sobrecogía dolorosamente mi masculinidad.
Entonces hubiera querido ocupar el suntuoso lecho de los muertos, como ellos ser adornado de flores y embellecido por el suave resplandor de los cirios, recoger en mis ojos y en la frente las lágrimas que vierten enlutadas doncellas.
No era por vez primera este pensamiento, mas en ese instante me contagió de esta certeza.
"Yo no he de morir.., pero tengo que matarme", y antes que pudiera reaccionar, la singularidad de esta idea absurda se posesionó vorazmente de mi voluntad.
"No he de morir, no... yo no puedo morir..., pero tengo que matarme."
¿De dónde provenía esta certeza ilógica que después ha guiado todos los actos de mi vida?
Mi mente se despejó de sensaciones secundarias; yo sólo era un latido de corazón, un ojo lúcido y abierto al serenísimo interior.
"No he de morir, pero tengo que matarme."
Me acerqué a un galpón de zinc. No lejos una cuadrilla de peones descargaban bolsas de un vagón, y en aquel lugar el empedrado estaba cubierto de una alfombra amarilla de maíz.
Pensé:
"Aquí debe ser", y al extraer del bolsillo el revólver, súbitamente discerní: "no en la sien, porque me afearía el rostro, sino en el corazón".
Seguridad inquebrantable guiaba los movimientos de mi brazo.
Me pregunté
"¿Dónde estará el corazón?"
Los opacos golpes interiores me indicaron su posición.
Examiné el tambor. Cargaba cinco proyectiles. Después apoyé el cañón del revólver en el saco.
Un ligero desvanecimiento me hizo vacilar sobre las rodillas y me apoyé en el muro del galpón.
Mis ojos se detuvieron en la calzada amarilla de maíz, y apreté el gatillo, lentamente, pensando.
"No he de morir", y el percutor cayó... Pero en ese brevísimo intervalo que separaba al percutor del fulminante, sentí que mi espíritu se dilataba en un espacio de tinieblas.
Caí por tierra.
Cuando desperté en la cama de mi habitación, en el blanco muro un rayo de sol diseñaba los contornos de las cenefas, que en el cuarto no se veían tras los cristales.
Sentada al borde del lecho estaba mi madre.
Inclinaba hacia mí la cabeza. Tenía mojadas las pestañas, y su rostro de rechupadas mejillas parecía excavado en un arrugado mármol de tormento.
Su voz temblaba:
—¿Por qué hiciste eso?... ah, ¿por qué no me dijiste todo? ¿Por que hiciste eso, Silvio?
La miré. Me contraía el semblante un terrible visaje de misericordia y remordimiento.
—¿Por qué no viniste?. ..Yo no te hubiera dicho nada. Si es el destino, Silvio. ¿Qué sería de mí si el revólver hubiera disparado? Tú ahora estarías aquí, con tu pobre carita fría... ¡Ah, Silvio, Silvio!
Y por la ojera carminosa le descendía una lágrima pesada.
Sentí que anochecía en mi espíritu y apoyé la frente en su regazo, en tanto que creía despertar en una comisaría, para distinguir entre la neblina del recuerdo, un círculo de hombres uniformados que agitaban los brazos en torno mío.
¿Ha visto usted un tigre en una jaula? [...] En cuanto el destino se descuida, la fiera de un gran salto traspone la muralla, y ya no lo alcanzan mas”.
20 de septiembre de 2012
18 de septiembre de 2012
¡Atenti, nena, que el tiempo pasa!
Hoy, mientras venía en el tranvía, carpeteaba a una jovenzuela que, acompañada por el novio, ponía cara de hacerle un favor a éste permitiéndole que estuviera al lado. En todo el viaje no dijo otra palabra que no fuera sí o no. Y para ahorrarse saliva movía la "zabeca" como mula noriega. El gil que la acompañaba ensayaba todo el arte de conversación, pero al ñudo; porque la nena se hacía la interesante y miraba al espacio como si buscara algo que fuera menos zanahoria que el acompañante.
Yo meditaba broncas filosóficas al tiempo que pensaba. En tanto las cuadras pasaban y el Romeo de marras venía dale que dale, conversando con la nena que me ponía nervioso de verla tan consentida. Y sobrándola, yo le decía "in mente":
-Nena, no te hablaré del tiempo, del concepto matemático del rantifuso tiempo que tenían Spencer, Poincaré, Einstein y Proust. No te hablaré, del tiempo espacio, porque sos muy burra para entenderme; pero atendé estas razones que son de hombre que ha vivido y que preferiría vender verdura a escribir:
"No lo desprecies al tipo que llevás al lado. No, nena; no lo desprecies.El tiempo, esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los otarios con patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu trompita que dentro de algunos años tendrá más arrugas que guante de vieja o traje de cesante.
¡Atenti, piba, que los siglos corren!
Cierto es que tu novio tiene cara de zanahoria, con esa nariz fuera de ordenanza y los "tegobitos" como los de una foca. Cierto que en cada fosa nasal puede llevar contrabando, y que tiene la mirada pitañosa como sirviente sin sueldo o babión sin destino, cierto que hay muchachos más lindos, más simpáticos, más ranas, más prácticos para pulsar la vihuela de tu corazón y cualquier cosa que se le ocurra al que me lee. Cierto es. Pero el tiempo pasa, a pesar de que Spencer decía que no existía y Einstein afirme que es una realidad de la geometría euclidiana que no tiene minga que ver con las otras geometrías... ¡Atenti, nena, que el tiempo pasa! Pasa. Y cada día merma el stock de giles. Cada día desaparece un zonzo de la circulación. Parece mentira, pero así no más es.
"Te adivino el pensamiento, percalera. Es éste: “Puede venir otro mejor”...
"Cierto... Pero pensá que todos quieren tomarle tacto a la mercadería, pulsar la estofa, saber lo que compran para batir después que no les gusta, y ¡qué diablo! Recordate que ni en las ferias se permite tocar la manteca, que la ordenanza municipal en los puestos de los turcos bien claro lo dice: “Se prohibe tocar la carne”, pero que esas ordenanzas en la caza del novio, en el clásico del civil, no rezan, y que muchas veces hay que infringir el digesto municipal para llegar al registro nacional.
"¿Que el hombre es feo como un gorila? Cierto es; pero si te acostumbrás a mirarlo te va a parecer más lindo que Valentino. Después que un novio no vale por la cara, sino por otras cosas. Por el sueldo, por lo empacador de vento que sea, por lo cuidadoso del laburo... por los ascensos que puede tener... en fin... por muchas cosas. Y el tiempo pasa, nena. Pasa al galope; pasa con bronca. Y cada día merma el stock de los zanahorias; cada día desaparece de la circulación un zonzo. Algunos que se mueren, otros que se avivan..."
Así iba yo pensando en el bondi donde la moza las iba de interesante por el señor que la acompañaba. Juro que la autoengrupida no pronunció media docena de palabras durante todo el viaje, y no era yo sólo el que la venía carpeteando, sino que también otros pasajeros se fijaron en el silencio de la fulana, y hasta sentíamos bronca y vergüenza, porque el mal trago lo pasaba un hombre, y ¡qué diablos! al fin y al cabo, entre los leones hay alguna solidaridad, aunque sea involuntaria.
En Caballito, la niña subió a una combinación, mientras que el gil se quedó en la acera esperando que el bondi rajara. Y ella desde arriba y él desde la rúa, se miraban con comedia de despedida sin consuelo. Y cuando el gaita mótorman arrancó, él, como quien saluda a una princesa, se quitó el capelo mientras que ella digitaleaba en el espacio como si se alejara en un "píccolo navío".
Y fijándome en la pinta déla dama, nuevamente reflexioné:
-¡Atenti, nena, que el tiempo raja! Todavía estás a tiempo de atrapar al zonzo que tratás con prepotencia, pero no te ilusiones.
"Vienen años de miseria, de bronca, de revolución, de dictadura, de quiebras y de concordatos. Vienen tiempos de encarecimientos. El que más, el que menos, galgueará en la rúa en busca del sustento cotidiano. No seas, entonces, baguala con el hombre, y atendelo como es debido. Meditá. Hoy, todavía, lo tenés al lado; mañana podés no tenerlo. Conversalo, que es lo que menos cuesta. Pensá que a los hombres no les gustan las novias silenciosas, porque barruntan que bajo el silencio se esconde una mala pécora y una tía atimada, zorrina y broncosa. ¡Atenti, nena; que el tiempo no vuelve!..."
Yo meditaba broncas filosóficas al tiempo que pensaba. En tanto las cuadras pasaban y el Romeo de marras venía dale que dale, conversando con la nena que me ponía nervioso de verla tan consentida. Y sobrándola, yo le decía "in mente":
-Nena, no te hablaré del tiempo, del concepto matemático del rantifuso tiempo que tenían Spencer, Poincaré, Einstein y Proust. No te hablaré, del tiempo espacio, porque sos muy burra para entenderme; pero atendé estas razones que son de hombre que ha vivido y que preferiría vender verdura a escribir:
"No lo desprecies al tipo que llevás al lado. No, nena; no lo desprecies.El tiempo, esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los otarios con patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu trompita que dentro de algunos años tendrá más arrugas que guante de vieja o traje de cesante.
¡Atenti, piba, que los siglos corren!
Cierto es que tu novio tiene cara de zanahoria, con esa nariz fuera de ordenanza y los "tegobitos" como los de una foca. Cierto que en cada fosa nasal puede llevar contrabando, y que tiene la mirada pitañosa como sirviente sin sueldo o babión sin destino, cierto que hay muchachos más lindos, más simpáticos, más ranas, más prácticos para pulsar la vihuela de tu corazón y cualquier cosa que se le ocurra al que me lee. Cierto es. Pero el tiempo pasa, a pesar de que Spencer decía que no existía y Einstein afirme que es una realidad de la geometría euclidiana que no tiene minga que ver con las otras geometrías... ¡Atenti, nena, que el tiempo pasa! Pasa. Y cada día merma el stock de giles. Cada día desaparece un zonzo de la circulación. Parece mentira, pero así no más es.
"Te adivino el pensamiento, percalera. Es éste: “Puede venir otro mejor”...
"Cierto... Pero pensá que todos quieren tomarle tacto a la mercadería, pulsar la estofa, saber lo que compran para batir después que no les gusta, y ¡qué diablo! Recordate que ni en las ferias se permite tocar la manteca, que la ordenanza municipal en los puestos de los turcos bien claro lo dice: “Se prohibe tocar la carne”, pero que esas ordenanzas en la caza del novio, en el clásico del civil, no rezan, y que muchas veces hay que infringir el digesto municipal para llegar al registro nacional.
"¿Que el hombre es feo como un gorila? Cierto es; pero si te acostumbrás a mirarlo te va a parecer más lindo que Valentino. Después que un novio no vale por la cara, sino por otras cosas. Por el sueldo, por lo empacador de vento que sea, por lo cuidadoso del laburo... por los ascensos que puede tener... en fin... por muchas cosas. Y el tiempo pasa, nena. Pasa al galope; pasa con bronca. Y cada día merma el stock de los zanahorias; cada día desaparece de la circulación un zonzo. Algunos que se mueren, otros que se avivan..."
Así iba yo pensando en el bondi donde la moza las iba de interesante por el señor que la acompañaba. Juro que la autoengrupida no pronunció media docena de palabras durante todo el viaje, y no era yo sólo el que la venía carpeteando, sino que también otros pasajeros se fijaron en el silencio de la fulana, y hasta sentíamos bronca y vergüenza, porque el mal trago lo pasaba un hombre, y ¡qué diablos! al fin y al cabo, entre los leones hay alguna solidaridad, aunque sea involuntaria.
En Caballito, la niña subió a una combinación, mientras que el gil se quedó en la acera esperando que el bondi rajara. Y ella desde arriba y él desde la rúa, se miraban con comedia de despedida sin consuelo. Y cuando el gaita mótorman arrancó, él, como quien saluda a una princesa, se quitó el capelo mientras que ella digitaleaba en el espacio como si se alejara en un "píccolo navío".
Y fijándome en la pinta déla dama, nuevamente reflexioné:
-¡Atenti, nena, que el tiempo raja! Todavía estás a tiempo de atrapar al zonzo que tratás con prepotencia, pero no te ilusiones.
"Vienen años de miseria, de bronca, de revolución, de dictadura, de quiebras y de concordatos. Vienen tiempos de encarecimientos. El que más, el que menos, galgueará en la rúa en busca del sustento cotidiano. No seas, entonces, baguala con el hombre, y atendelo como es debido. Meditá. Hoy, todavía, lo tenés al lado; mañana podés no tenerlo. Conversalo, que es lo que menos cuesta. Pensá que a los hombres no les gustan las novias silenciosas, porque barruntan que bajo el silencio se esconde una mala pécora y una tía atimada, zorrina y broncosa. ¡Atenti, nena; que el tiempo no vuelve!..."
3 de septiembre de 2012
Eduardo Iglesias Brickles ilustra “Los 7 locos”
La ilustración de los textos de Arlt es lo más ajeno a mis propósitos. Para mí, el objetivo de máxima sería capturar unos grados de la densidad de esa atmósfera de perdedores desquiciados, que deambulan por esa Buenos Aires de 1930. Allí están esos recorridos que van de Temperley a Constitución y de Once a Ramos Mejía. Aquellos pensamientos delirantes de Erdosain en las calles del Barrio Norte, su merodeo por tugurios, estaciones de ferrocarril o concurriendo a las oscuras cantinas de la Calle Sarmiento”.
¿Por qué Arlt?
Ahora que releo Los 7 locos, las imágenes de Arlt vuelven a asaltarme. Llevado por su Buenos Aires alucinado y su ideario futurista, voy componiendo personajes podrían ser las máscaras de Erdosain, El Astrólogo, el Rufián Melancólico o Hipólita, La Coja. Las descripciones de Arlt, a veces son tan precisas que debo ser consciente del peligro de someterme a ellas. Sería muy fácil ser atrapado, porque allí está todo, y sólo habría que dejarse llevar. Pero ese no es mi propósito, porque eso ya está escrito y está en la imaginación de miles de lectores. La ilustración de los textos de Arlt es lo más ajeno a mis propósitos.
Para mí, el objetivo de máxima sería capturar unos grados de la densidad de esa atmósfera de perdedores desquiciados, que deambulan por esa Buenos Aires de 1930. Allí están esos recorridos que van de Temperley a Constitución y de Once a Ramos Mejía. Aquellos pensamientos delirantes de Erdosain en las calles del Barrio Norte, su merodeo por tugurios, estaciones de ferrocarril o concurriendo a las oscuras cantinas de la Calle Sarmiento, como la que recuerda Erdosaín “mientras caminaba en el interior de sí mismo, sobre un pavimento enfangado de salivazos y aserrín…” en su viaje en el tren eléctrico del oeste.
Evocan a Arlt los vecinos del barrio de Flores
Aspiración: solicitan que sea declarada monumento histórico una casa en la que el escritor vivió con sus padres.
Por Celina Chatruc | LA NACION
"En nuestros tiempos no son muchas las personas de buena memoria. Salvo, desde luego, en Flores", observó Alejandro Dolina en uno de sus cuentos. La gente de ese barrio porteño, en efecto, recuerda en especial a un ilustre ex vecino: Roberto Arlt.
Hoy, los vecinos de Flores piden más: que la casa de Roberto Arlt sea declarada monumento histórico nacional. Sin embargo, los actuales habitantes de esa residencia se resisten. No quieren fotos ni publicidad: sólo les interesa vivir tranquilos.
Según los vecinos, el escritor habría vivido por épocas, a partir de 1926, en la casa de sus padres: una vieja casona ubicada al 2200 de la calle Yerbal, entre Caracas y Gavilán.
Karl Arlt, su padre, y Ekatherine Lobstraibitzer, su madre, habitaban uno de los 102 departamentos de un edificio de tres pisos, construido en 1926 por la Unión Popular Católica Argentina para gente humilde.
CONTRA LAS CIRCUNSTANCIAS
En los años 20, por iniciativa de monseñor Miguel De Andrea, un grupo de familias con recursos colaboró en la construcción de ese lugar, que ocupa una manzana y todavía conserva escaleras de mármol con balaustradas y patios internos poblados de plátanos, gomeros y palmeras.
Hace diez años, ese edificio fue reconocido como "Testimonio de la memoria ciudadana" por el Museo de la Ciudad, dependiente en ese entonces de la Municipalidad de Buenos Aires, por haber mantenido su carácter y decoración original.
Este escritor, que sobrevivió a la pobreza y a su padre, que solía pegarle cuando era chico, escribió cuatro novelas -"El juguete rabioso", "Los siete locos", "Los lanzallamas" y "El amor brujo"- , media docena de obras teatrales, 70 cuentos y cerca de 1200 artículos periodísticos.
En el prólogo a "Los lanzallamas", Arlt confesó: "ºCuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados".
Tanto Arlt como otros artistas que pasaron por Flores eran "gente de poco nivel adquisitivo y muy bohemia, que vivía seis meses en un lugar y seis en otro", contó Carlos Demarco, presidente de la Asociación Vecinal de Flores.
Según Demarco, en ese barrio también vivieron Alfonsina Storni (Terrada 578); Bonifacio del Carril (San Pedrito 258); Baldomero Fernández Moreno(Francisco Bilbao 2384); Agustín Magaldi (Artigas 262); Celedonio Flores (Bonifacio 2011); Libertad Lamarque (Directorio y Lautaro) y Julio Cortázar (sobre la Av. Rivadavia).
SIN MIEDO AL TRABAJO
Hijo de padre alemán y madre austríaca, Roberto Arlt nació en 1900, en un hogar de inmigrantes de Flores. No tardó mucho en descubrir su vocación."Todavía iba a la escuela primaria cuando me agarró el berretín de la literatura. Tragaba libros y vomitaba cuentos", confesó el escritor en una ocasión.
A los nueve años abandonó el colegio primario y a los 16, su casa, para vender libros viejos. "El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo" era la filosofía de alguien que fue dependiente de librería, aprendiz de hojalatero y de pintor, mecánico, vulcanizador y corredor, director de una fábrica de ladrillos, que trabajó en el puerto e insistió en ser escritor.
Arlt se casó en Córdoba con Carmen Antinucci y tuvo a su hija Mirta, también escritora. A los 28 años, de regreso en Buenos Aires, trabajó en el diario El Mundo, donde publicó hasta su muerte una columna diaria titulada "Aguafuertes porteñas", luego convertida en libro.
En 1941 se volvió a casar en el Uruguay, con Elizabeth Shine, y con ella tuvo un hijo que llevó su mismo nombre. Sin embargo, Arlt no llegó a conocerlo: murió en julio de 1942.
*Lunes 26 de enero de 1998
23 de agosto de 2012
DISCURSO DEL ASTRÓLOGO
El Astrólogo continuó:
–Al principio, ese pensamiento me pareció
una de las tantas estupideces que abundan en sus divagaciones... Sin embargo,
terminé por preguntarme involuntariamente por qué el dinero puede convertir en
dios a un hombre, y de pronto me di cuenta que usted había descubierto una
verdad esencial. ¿Y sabe cómo comprobé que usted tenía razón? Pues pensando que
Henry Ford con su fortuna podía comprar la suficiente cantidad de explosivo
como para hacer saltar en pedazos un planeta como la luna. Su postulado se
justificaba.
Eduardo Iglesias Brickles. Reflexiones bajo los arcos voltaicos, 2011.
–Ciertamente –rezongó Barsut, halagado en
su fuero interno.
–Entonces me di cuenta que toda la
antigüedad clásica, que los escritores de todos los tiempos, salvo usted que
había escrito esta verdad sin saber explotarla, no habían concebido jamás que
hombres como Ford, Rockefeller o Morgan fueran capaces de destruir la luna...
tuvieran ese poder... poder que, como le digo, las mitologías sólo pudieron
atribuir a un dios creador. Y usted, implícitamente, sentaba de hecho un
principio: el comienzo del reinado del superhombre.
Barsut volvió la cabeza para examinar el
Astrólogo. Erdosain comprendió que éste hablaba seriamente.
–Ahora bien, cuando llegué a la conclusión
de que Morgan, Rockefeller y Ford eran por el poder que les confería el dinero
algo así como dioses, me di cuenta que la revolución social sería imposible
sobre la tierra porque un Rockefeller o un Morgan podían destruir con un solo
gesto una raza, como usted en su jardín un nido de hormigas.
–Siempre que tuvieran el coraje de hacerlo.
–¿El coraje? Yo me pregunté si era posible
que un dios renunciara a sus poderes... Me pregunté si un rey del cobre o del
petróleo llegaría a dejarse despojar de sus flotas, de sus montañas, de su oro
y de sus pozos, y me di cuenta que para privarse de ese fabuloso mundo había
que tener la espiritualidad de un Buda o de un Cristo... y que ellos, los
dioses que disponían de todas las fuerzas, no permitirían jamás su exacción. En
consecuencia, tendría que acontecer algo enorme.
–No lo veo... Yo escribí ese pensamiento
guiado por otros móviles.
–Interesa poco. Lo enorme es esto: La
humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No me
refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico. Entonces los hombres
van a decir: «¿Para qué queremos la vida?...» Nadie tendrá interés en conservar
una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha cercenado toda fe. Y
en el momento que se produzca tal fenómeno, reaparecerá sobre la tierra una
peste incurable... la peste del suicidio... ¿Se imagina usted un mundo de
gentes furiosas, de cráneo seco, moviéndose en los subterráneos de las
gigantescas ciudades y aullando a las paredes de cemento armado: «¿Qué han hecho
de nuestro dios?...» ¿Y las muchachitas y las escolares organizando sociedades
secretas para dedicarse al sport del suicidio? ¿Y los hombres negándose a
engendrar hijos que el iluso Berthelot creía que se alimentarían con pastillas
sintéticas?...
–Es mucho suponer –dijo Erdosain.
El Astrólogo se volvió hacia él, asombrado.
Le había olvidado.
–Claro, no sucederá mientras los hombres no
reparen en qué se funda su desdicha.
Eso es lo que ha pasado en realidad con los
movimientos revolucionarios de carácter económico.
El judaísmo acercó sus narices al Debe y al
Haber del mundo y dijo: «La felicidad está en quiebra porque el hombre carece
de dinero para subvenir a sus necesidades...» Cuando debió decir que: «La
felicidad está en quiebra porque el hombre carece de dioses y de fe».
–¡Pero usted se contradice! Antes dijo
que... –objetó Erdosain.
–Cállese, ¿qué sabe?... Y pensando, llegué
a la conclusión de que ésa era la enfermedad metafísica y terrible de todo
hombre. La felicidad de la humanidad
sólo puede apoyarse en la mentira metafísica... Privándole de esa mentira
recae en las ilusiones de carácter económico..., y entonces me acordé que los únicos que podían devolverle a la
humanidad el paraíso perdido eran los dioses de carne y hueso: Rockefeller, Morgan,
Ford... y concebí un proyecto que puede aparecer fantástico a una mente
mediocre... Vi que el callejón sin salida de la realidad social tenía una única
salida... y era volver para atrás.
Barsut, cruzándose de brazos, se había
sentado a la orilla de la mesa.
Sus pupilas verdes estaban tiesas en el
Astrólogo, que, con el guardapolvo abotonado hasta la garganta y el pelo
revuelto, pues se había quitado el sombrero, caminaba de un extremo a otro de
la cochera, apartando con la punta de un botín los tallos de pasto seco que
sembraban el suelo. Erdosain, apoyado de espaldas contra un poste, observaba el
semblante de Barsut, que lentamente se iba impregnando de atención irónica,
casi malévola, como si las palabras que decía el Astrólogo sólo befa merecieran.
Este, como si se escuchara a sí mismo, caminaba, se detenía, a instantes se
mesaba el cabello. Dijo:
–Sí, llegará
un momento en que la humanidad escéptica, enloquecida por los placeres,
blasfema de impotencia, se pondrá tan furiosa que será necesario matarla como a
un perro rabioso...
–¿Qué es lo que dice?...
–Será la poda del árbol humano... una
vendimia que sólo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio, podrán
realizar. Los dioses, asqueados de la realidad, perdida toda ilusión en la
ciencia como factor de felicidad, rodeados de esclavos tigres, provocarán
cataclismos espantosos, distribuirán las pestes fulminantes... Durante algunos
decenios el trabajo de los superhombres y de sus servidores se concretará a
destruir al hombre de mil formas, hasta agotar el mundo casi... y sólo un
resto, un pequeño resto será aislado en algún islote, sobre el que se asentarán
las bases de una nueva sociedad.
Barsut se había puesto de pie. Con el
entrecejo fiero, y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se encogió
de hombros, preguntando:
–¿Pero es posible que usted crea en la
realidad de esos disparates?
–No, no son disparates, porque yo los
cometería aunque fuera para divertirme.
Y continuó:
–Desdichados hay que creer en ellos..., y
eso es suficiente... Pero he aquí mi idea: esa sociedad se compondrá de dos
castas, en las que habrá un intervalo... mejor dicho, una diferencia
intelectual de treinta siglos. La mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en
la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos, y por lo tanto
mucho más interesantes que los milagros históricos, y la minoría será la
depositaría absoluta de la ciencia y del poder. De esa forma queda garantizada
la felicidad de la mayoría, pues el hombre de esta casta tendrá relación con el
mundo divino, en el cual hoy no cree. La minoría administrará los placeres y
los milagros para el rebaño, y la edad de oro, edad en la que los ángeles
merodeaban por los caminos del crepúsculo y los dioses se dejaron ver en los
claros de luna, será un hecho.
–Pero eso es monstruoso en sí. Eso no puede
ser.
–¿Por qué? Yo sé que no puede ser, pero hay
que proceder como si fuera factible.
–Esa desproporción... la ciencia...
–¡Qué ciencia ni ciencia! ¿Acaso usted sabe
para qué sirve la ciencia? ¿Usted no se burla en su pensamiento de los sabios y
los llama «infatuados de los perecedero»?
–Veo que usted se ha leído esas pavadas.
–Claro. No hay que contradecir porque sí a
la gente. Y la desproporción monstruosa que usted advierte en mi sociedad
existe actualmente en nuestra sociedad, pero a la inversa. Nuestros conocimientos,
quiero decir nuestras mentiras
metafísicas, están en pañales, mientras que nuestra ciencia es un
gigante... y el hombre, criatura doliente, soporta en él este desequilibrio
espantoso... De un lado lo sabe todo... del otro lo ignora todo. En mi sociedad
la mentira metafísica, el conocimiento práctico de un dios maravilloso será el
fin..., el todo que rellenará la ciencia de las cosas, inútil para la felicidad
interior, será en nuestras manos un medio de dominio, nada más. Y no discutamos
esto, porque es superfluo. Se ha inventado casi todo pero no ha inventado el
hombre una máxima de gobierno que supere a los principios de un Cristo, un
Buda. No. Naturalmente, no le discutiré el derecho al escepticismo, pero el
escepticismo es un lujo de minoría... Al resto le serviremos la felicidad bien
cocinada y la humanidad engullirá gozosamente la divina bazofia.
–¿Le parece a usted posible?
El Astrólogo se detuvo un momento. Ahora
hacía girar el anillo de acero con la piedra violeta, se lo quitó del dedo para
observar su interior; luego, acercándose a Barsut, pero con un gesto de
extrañeza, como el de un hombre cuya imaginación está distante de la realidad,
repuso:
–Sí, todo lo que imagina la mente del
hombre puede ser realizado dentro de los tiempos. ¿No ha impuesto ya Mussolini
la enseñanza religiosa en Italia? Le cito esto como una prueba de la eficacia
del bastón en la espalda de los pueblos. La cuestión es apoderarse del alma de
una generación... El resto se hace solo.
–¿Y la idea?
–Aquí llegamos... Mi idea es organizar una
sociedad secreta, que no tan sólo propague mis ideas, sino que sea una escuela
de futuros reyes de hombres. Ya sé que usted me dirá que han existido numerosas
sociedades secretas... y es cierto..., todas desaparecieron porque carecían de
bases sólidas, es decir, que se apoyaban en un sentimiento en una idealidad
política o religiosa, con exclusión de toda realidad inmediata. En cambio,
nuestra sociedad se basará en un principio más sólido y moderno: el
industrialismo, es decir, que la logia tendrá un elemento de fantasía, si así
se quiere llamar a todo lo que le he dicho, y otro elemento positivo: la
industria, que dará como consecuencia el oro.
El tono de su voz se hizo más bronco. Una
ráfaga de ferocidad ponía cierta desviación de astigmatismo en su mirada. Movió
la greñuda cabeza a diestra y siniestra, como si le punzara el cerebro la
agudeza de una emoción extraordinaria, apoyó las manos en los riñones y reanudando
el ir y venir, repitió:
–¡ Ah! el oro... el oro... ¿Sabe cómo lo
llamaban los antiguos germanos al oro? El oro rojo... el oro... ¿Se da cuenta
usted? No abra la boca. Satanás. Dése cuenta, jamás, jamás ninguna sociedad
secreta trató de efectuar una tal amalgama. El dinero será la soldadura y el
lastre que le concederá a las ideas el peso y la violencia necesarias para
arrastrar a los hombres. Nos dirigiremos en especial a las juventudes, porque
son más estúpidas y entusiastas. Les
prometeremos el imperio del mundo y del amor... Les prometeremos todo... ¿me
comprende usted?... y les daremos uniformes vistosos, túnicas esplendentes...
capacetes con plumajes de variados
colores... pedrerías... grados de iniciación con nombres hermosos y
jerarquías... Y allá en la montaña levantaremos el templo de cartón... Eso será
para imprimir una cinta... No. Cuando hayamos triunfado levantaremos el templo
de las siete puertas de oro... Tendrá columnas de mármol rosado y los caminos
para llegar a él estarán enarenados con granos de cobre. En torno construiremos
jardines... y allá irá la humanidad a adorar el dios vivo que hemos inventado.
–Pero el dinero..., el dinero para hacer
todo eso..., los millones...
A medida que el Astrólogo hablaba, el
entusiasmo de éste se contagiaba a Erdosain. Se había olvidado de Barsut,
aunque éste se encontraba frente a él. Sin poderlo evitar, evocaba una tierra
de posible renovación. La humanidad viviría en perpetua fiesta de simplicidad,
ramilletes de estroncio tachonarían la noche de cascadas de estrellas rojas, un
ángel de alas verdosas soslayaría la cresta de una nube, y bajo las botánicas
arcadas de los bosques se deslizarían hombres y mujeres, envueltos en túnicas
blancas, y limpio el corazón de la inmundicia que a él lo apestaba. Cerró los
ojos, y el semblante de Elsa se deslizó por su memoria, mas no despertó ningún
eco, porque la voz del Astrólogo llenaba la cochera de esta réplica salvaje:
–¿Así que le interesa de dónde sacaremos
los millones? Es fácil. Organizaremos prostíbulos. El Rufián Melancólico será
el Gran Patriarca Prostibulario... todos los miembros de la logia tendrán
interés en las empresas... Explotaremos la usura... la mujer, el niño, el
obrero, los campos y los locos. En la montaña... será en el Campo Chileno...
colocaremos lavaderos de oro, la extracción de metales se efectuará por electricidad.
Erdosain ya calculó una turbina de 500 caballos. Prepararemos el ácido nítrico
reduciendo el nitrógeno de la atmósfera con el procedimiento del arco voltaico
en torbellino y tendremos hierro, cobre y aluminio mediante las fuerzas hidroeléctricas. ¿Se da cuenta?
Llevaremos engañados a los obreros, y a los que no quieran trabajar en las
minas los mataremos a latigazos. ¿No sucede eso hoy en el Gran Chaco, en los
yerbales y en las explotaciones de caucho, café y estaño? Cercaremos nuestras
posesiones de cables electrizados y compraremos con una pera de agua a todos
los polizontes y comisarios del Sur. El caso es empezar, ya ha llegado el
Buscador de Oro. Encontró placeres en el Campo Chileno, vagando con una
prostituta llamada la Máscara. Hay que empezar. Para la comedia del dios
elegiremos un adolescente... Mejor será criar un niño de excepcional belleza, y
se le educará de él por todas partes, pero con misterio, y la imaginación de la
gente multiplicará su prestigio. ¿Se imagina usted lo que dirán los papanatas
de Buenos Aires cuando se propague la murmuración de que allá en las montañas
del Chubut, en un templo inaccesible de oro y de mármol, habita un dios
adolescente... un fantástico efebo que hace milagros?
–¡Sabe que sus disparates son interesantes!
–¿Disparates? ¿No se creyó en la existencia
del plesiosauro que descubrió un inglés borracho, el único habitante del
Neuquén a quien la policía no deja usar revólver por su espantosa puntería?...
¿No creyó la gente de Buenos Aires en los poderes sobrenaturales de un
charlatán brasileño que se comprometía a curar milagrosamente la parálisis de
Orfilia Rico? Aquél sí que era un espectáculo grotesco y sin pizca de
imaginación. E innumerables badulaques lloraban a moco tendido cuando el
embrollón enarboló el brazo de la enferma, que todavía está tullido, lo cual
prueba que los hombres de ésta y de todas las generaciones tienen absoluta
necesidad de creer en algo. Con la ayuda de algún periódico, créame, haremos
milagros. Hay varios diarios que rabian por venderse o explotar un asunto
sensacional. Y nosotros les daremos a todos los sedientos de maravillas un dios
magnífico, adornado de relatos que podemos copiar de la Biblia... Una idea se
me ocurre: anunciaremos que el mocito es el Mesías pronosticado por los
judíos... Hay que pensarlo... Sacaremos fotografías del dios de la selva...
Podemos imprimir una cinta cinematográfica con el templo de cartón en el fondo
del bosque, el dios conversando con el espíritu de la Tierra.
–¿Pero
usted es un cínico o un loco?
Erdosain lo miró malhumorado a Barsut. ¿Era
posible que fuera tan imbécil e insensible a la belleza que adornaba los
proyectos del Astrólogo? Y pensó: «Esta mala bestia le envidia su magnífica
locura al otro. Esa es la verdad. No quedará otro remedio que matarlo».
–Las dos cosas, y elegiremos un término
medio entre Krisnamurti y Rodolfo Valentino... pero más místico, una criatura
que tenga un rostro extraño simbolizando el sufrimiento del mundo. Nuestras
cintas se exhibirán en los barrios pobres, en el arrabal. ¿Se imagina usted la
impresión que causará al populacho el espectáculo del dios pálido resucitando a
un muerto, el de los lavaderos de oro con un arcángel como Gabriel custodiando
las barcas de metal y prostitutas deliciosamente ataviadas dispuestas a ser las
esposas del primer desdichado que llegue? Van a sobrar solicitantes para ir a
explotar la ciudad del Rey del Mundo y a gozar de los placeres del amor
libre... De entre esa ralea elegiremos los más incultos... y allá abajo les
doblaremos bien el espinazo a palos, haciéndolos trabajar veinte horas en los
lavaderos.
–Yo lo creía a usted obrerista.
–Cuando converse con un proletario seré
rojo. Ahora converso con usted, y a usted le digo: Mi sociedad está inspirada
en aquella que a principios del siglo noveno organizó un bandido persa llamado
Abdala–Aben–Maimum. Naturalmente, sin el aspecto industrial que yo filtro en la
mía, y que forzosamente garantía su éxito. Maimum quiso fusionar a los
librepensadores, aristócratas y creyentes de dos razas tan distintas como la
persa y la árabe, en una secta en la que implantó diversos grados de iniciación
y misterios. Mentían descaradamente a todo el mundo. A los judíos les prometían
la llegada del Mesías, a los cristianos la del Paracleto, a los musulmanes la
del Madhi... de tal manera que una turba de gente de las más distintas
opiniones, situación social y creencias trabajaban en pro de una obra cuyo
verdadero fin era conocido por muy pocos. De esta manera Maimum esperaba llegar
a dominar por completo el mundo musulmán. Excuso decirle que los directores del
movimiento eran unos cínicos estupendos, que no creían absolutamente en nada.
Nosotros les imitaremos. Seremos bolcheviques, católicos, fascistas, ateos,
militaristas, en diversos grados de iniciación.
–Usted es el rufián más descarado que he conocido...
Si tuviera éxito...
Barsut experimentaba un singular placer en
insultarlo al Astrólogo. Y es que no quería reconocer que era inferior al otro.
Además, había algo que le humillaba profundamente, parecerá mentira, pero le
indignaba pensar que Erdosain fuera amigo y gozara de la intimidad de hombre
semejante. Y se decía:
«¿Cómo es posible que este imbécil haya
llegado a ser amigo de tal hombre?» Y por ese motivo sentía que en su interior
no había mala razón que no contradijera las palabras del Astrólogo.
–Lo tendremos, ya que está el cebo del oro.
Los resultados de nuestra organización se verán por los balances que arrojen
los negocios que emprendamos. Los prostíbulos serán una fuente de dinero.
Erdosain ha ideado un aparato que permitirá controlar diariamente el número de
visitas que reciba cada pupila. Esto sin contar con las donaciones, una nueva
industria que pensamos explotar: la rosa de cobre, que ha inventado Erdosain.
Ahora usted se puede explicar por qué lo hemos secuestrado.
–¿Qué hacemos con la explicación si estoy
preso?
En aquel instante, Erdosain se observó a sí
mismo de lo singular que resultaba el hecho de que Barsut en ningún momento le
amenazara al Astrólogo con represalias para el momento en que se encontrara
libre, lo que le hizo decirse: «Hay que andar con cuidado con este Judas, es
capaz de vendernos, no por su plata, sino por envidia». El Astrólogo continuó:
–Su dinero nos servirá para instalar un
lenocinio, organizar el pequeño contingente y comprar y herramientas,
instalación de radiotelegrafía y otros elementos para el lavadero de oro.
–¿Y usted no admite que puede equivocarse?
–Sí... ya lo he pensado, pero procedo como si estuviera en lo cierto.
Además, una sociedad secreta es como una enorme caldera. El vapor que produce
puede mover una grúa como un ventilador...
–¿Y usted qué es lo que quiere mover?
–Una montaña de carne inerte. Nosotros los
pocos queremos, necesitamos los espléndidos poderes de la tierra. Dichosos de
nosotros si con nuestras atrocidades podemos aterrorizar a los débiles e
inflamar a los fuertes. Y para ello es necesario crearse la fuerza,
revolucionar las conciencias, exaltar la barbarie. Ese agente de fuerza
misteriosa y enorme que suscitará todo eso será la sociedad. Instauraremos los
autos de fe, quemaremos vivos en las plazas a los que no crean en Dios. ¿Cómo
es posible que la gente no se haya dado cuenta de la extraordinaria belleza que
hay en ese acto... en el de quemar vivo a un nombre? Y por no creer en Dios,
¿se da cuenta usted?, por no creer en Dios. Es necesario, compréndame, es
absolutamente necesario que una religión sombría y enorme vuelva a inflamar el
corazón de la humanidad. Que todos caigan de rodillas al paso de un santo, y
que la oración del más ínfimo sacerdote encienda un milagro en el cielo de la
tarde. ¡Ah, si usted supiera cuántas veces lo he pensado! Y lo que me alienta
es saber que la civilización y la miseria del siglo han desequilibrado a muchos
hombres. Estos locoides que no encuentran rumbos en la sociedad son fuerzas
perdidas. En el más ignominioso café de barrio, entre dos simples y un cínico
va a encontrar usted tres genios. Estos genios no trabajan, no hacen nada...
Convengo con usted en que son genios de hojalata... Pero esa hojalata es una
energía que bien utilizada puede ser la base de un movimiento nuevo y poderoso.
Y éste es el elemento que yo quiero emplear.
–¿Manager de locos?...
–Esa es la frase. Quiero ser manager de
locos, de los innumerables genios apócrifos, de los desequilibrados que no
tienen entrada en los centros espiritistas y bolcheviques... Estos imbéciles...
y yo se lo digo porque tengo experiencia... bien engañados..., lo suficiente
recalentados, son capaces de ejecutar actos que le pondrían a usted la piel de
gallina. Literatos de mostrador. Inventores de barrio, profetas de parroquia,
políticos de café y filósofos de centros recreativos serán la carne de cañón de
nuestra sociedad.
Erdosain sonreía. Luego, sin mirar al
encadenado, dijo:
–Usted no conoce la inaguantable insolencia
de los fronterizos del genio...
–Sí, mientras no se los comprende, ¿no es
verdad. Barsut?
–No me interesa.
–Es que a usted debe interesarle porque va
a ser de los nuestros. Yo opino esto. Si a un fronterizo se le discute que no
es un genio, toda la insolencia y la grosería de este incomprendido se levanta
injuriosa ante usted. Pero elogie sistemáticamente a un monstruo del amor
propio, y ese mismo sujeto que lo hubiera asesinado a la menor contradicción se
convierte en su lacayo. Lo que debe saber es suministrarles una mentira
suficientemente dosificada. Inventor o poeta, será su criado.
–¿Usted también se cree genio? –estalló
iracundo Barsut.
–Yo también me creo genio... Claro que lo
creo... pero cinco minutos y una sola vez al día..., aunque poco me interesa
serlo o no. Las frases importan poco a los predestinados a realizar. Son los fronterizos del genio los que
engordan con palabras inútiles. Yo me he planteado este problema que nada
tiene que ver con mis condiciones intelectuales. ¿Puede hacerse felices a los
hombres? Y empiezo por acercarme a los desgraciados, darles por objetivo de sus
actividades una mentira que los haga felices inflando su vanidad..., y estos
pobres diablos que abandonados a sí mismos no hubieran pasado de
incomprendidos, serán el precioso material con que produciremos la potencia...
el vapor...
–Usted se va por las ramas. Yo le pregunto
qué fin personal persigue usted al querer organizar la sociedad.
–Su pregunta es estúpida. ¿Para qué inventó
Einstein su teoría? Bien puede el mundo pasarse sin la teoría de Einstein. ¿Sé
yo acaso si soy un instrumento de las fuerzas superiores, en las que no creo
una palabra? Yo no sé nada. El mundo es misterioso. Posiblemente yo no sea nada
más que el sirviente, el criado que prepara una hermosa casa en la que ha de
venir a morir el Elegido, el Santo.
Barsut sonrió imperceptiblemente. Aquel
hombre hablando del Elegido con su oreja arrepollada, su melena hirsuta y
delantal de carpintero le causaba una impresión irónica, indefinible. ¿Hasta
qué punto fingía aquel bribón? Y lo curioso es que no podía irritarse contra
él, lo dominaba del hombre una sensación imprecisa, lo que le decía no era
inesperado, sino que hasta parecía haber escuchado aquellas frases, con el
mismo tono de voz, en otra circunstancia distante, como perdida en el gris
paisaje de un sueño.
La voz del Astrólogo se hizo menos
imperiosa.
–Créame, siempre ocurre así en los tiempos
de inquietud y desorientación. Algunos pocos se anticipan con un presentimiento
de que algo formidable debe ocurrir... Esos intuitivos, yo formo parte de ese
gremio de expectantes, se creen en el deber de excitar la conciencia de la
sociedad..., de hacer algo aunque ese algo sean disparates. Mi algo en esta
circunstancia es la sociedad secreta. ¡Gran Dios! ¿Sabe acaso el hombre la
consecuencia de sus actos? Cuando pienso que voy a poner en movimiento un mundo
de títeres..., títeres que se multiplicarán, me estremezco, hasta llego a
pensar que lo que puede ocurrir es tan ajeno a mi voluntad como lo serían a la
voluntad del dueño de una usina las bestialidades que ejecutara en el tablero
un electricista que se hubiera vuelto repentinamente loco, Y a pesar de ellos siento
la imperiosa necesidad de poner en marcha esto, de reunir en un solo manojo la
disforme potencia de cien psicologías distintas, de armonizarlas mediante el
egoísmo, la vanidad, los deseos y las ilusiones, teniendo como base la mentira
y como realidad el oro..., el oro rojo...
–Usted está en lo cierto... Usted va a
triunfar.
–Bueno, ¿qué es ahora lo que espera de mí?
–replicó Barsut.
–Ya le dije antes. Que nos firme el cheque
por diecisiete mil pesos. A usted le quedarán tres mil.
Con eso puede irse al diablo. El resto se
lo pagaremos en cuotas mensuales con lo que rindan los prostíbulos y los
lavaderos.
–¿Y saldré de aquí?
–En cuanto cobremos el cheque.
–¿Y cómo me prueba usted de que ésas son
sus verdades?
–Ciertas cosas no se prueban... Pero ya que
usted me pide una prueba, le diré: Si usted se niega a firmarme el cheque lo
haré torturar por el Hombre que vio a la Partera, y después que me haya firmado
el cheque lo mataré...
Barsut levantó sus ojos descoloridos, y ahora su rostro con barba de tres días parecía envuelto en una neblina de cobre. ¡Matarlo! La palabra no le causó ninguna impresión. En ese momento carecía de sentido para él. Además, la vida le importaba tan poco... Hacía mucho tiempo que aguardaba una catástrofe; ésta se había producido, y en vez de sentirse acosado por el terror encontraba en el interior de si mismo una indiferencia cínica que se encogía de hombros ante cualquier destino. El Astrólogo continuó:
–Mas no quisiera llegar a eso... Lo que yo
quisiera es contar con su ayuda personal... que usted se interesara en nuestros
proyectos. Créame, nosotros estamos viviendo en una época terrible. Aquel que
encuentre la mentira que necesita la multitud será el Rey del Mundo. Todos los
hombres viven angustiados... El catolicismo no satisface a nadie, el budismo no
se presta para nuestro temperamento estragado por el deseo de gozar. Quizá
hablemos de Lucifer y de la Estrella de la Tarde. Usted le agregará a nuestro
sueños toda la poesía que ellos necesitan, y nos dirigiremos a los jóvenes...
¡Oh!, es muy grande esto... muy grande...
El Astrólogo se dejó caer sobre el cajón.
Estaba extenuado. Enjugóse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros como
el de los labriegos, y los tres permanecieron un instante en silencio.
De pronto Barsut dijo:
–Sí, tiene usted razón, esto es muy grande.
Suélteme, que le firmaré el cheque.
Había pensado que todas las palabras del
Astrólogo eran mentiras, y aquello casi le perdió.
El Astrólogo se levantó caviloso:
–Perdón, yo le pondré a usted en libertad
después que haya cobrado el cheque. Hoy es miércoles.
Mañana a mediodía puede estar usted en
libertad, pero nuestra casa sólo la podrá abandonar dentro de dos meses –dijo
esto porque reparó que el otro no creía en sus proyectos. – ¿Para esta tarde no
necesita algo?
–No.
–Buenos, hasta luego.
–Pero ¿se va así?... Quédese...
–No. Estoy cansado. Necesito dormir un
rato. Esta noche vendré y charlaremos otro poco. ¿Quiere cigarrillos?
–Bueno.
Salieron de la caballeriza.
Barsut se recostó en su lecho de pasto
seco, y encendiendo un cigarrillo lanzó algunas bocanadas de humo que en la
oblicua de una aguja de sol destrenzaban sus maravillosos caracoles de azul
acero.
Ahora que estaba solo su pensamiento se
ordenaba cordialmente, y hasta se dijo:
«¿Por qué no ayudarlo a «ése»? El proyecto
que tiene de la colonia es interesante, y ahora me explico por qué ese bestia
de Erdosain le tiene tanta admiración. Cierto es que me habré quedado en la
calle... quizá sí, quizá no... mas de una forma o de otra había que terminar».
Y entrecerró los ojos para meditar en el futuro.
El Astrólogo, con la galera echada sobre
los ojos, se volvió a Erdosain y dijo:
–Barsut cree que nos ha engañado. Mañana,
después de cobrar el cheque, tendremos que ejecutarlo...
–No, tendrá que ejecutarlo...
–No tengo inconveniente... pero qué le
vamos a hacer. En libertad ese envidioso nos denunciaría inmediatamente. ¡Y él
cree que estamos locos! Y efectivamente lo estaríamos si los dejáramos con
vida.
Se detuvieron junto a la casa. Arriba unas
nubes achocolatadas avanzaban rápidamente en lo celeste su dentellado relieve.
–¿Quién lo va a asesinar?
–El Hombre que vio a la Partera.
–Sabe que no es muy agradable morir con el
verano en puerta...
–Así no más es...
–¿Y el cheque?
–Lo cobrará usted.
–¿No tiene usted miedo que me escape?
–No, por el momento no.
–¿Por qué?
–Porque no. Usted más que nadie necesita
que la sociedad resulte para desaburrirse. Si usted es mi cómplice, es
precisamente por eso... por aburrimiento, por angustia.
–Puede ser. Mañana, ¿a qué hora nos
veremos?
–Este... a las nueve en la estación. Yo le
llevaré el cheque. A propósito, ¿tiene cédula de identidad?
–Sí.
–Entonces no hay nada que temer. ¡Ah! una
cosa. Le recomiendo que hable poco en la reunión y fríamente.
–¿Están todos?
–Sí.
–¿También el Buscador de Oro?
–Sí.
Apartando los ramojos que les castigaban
los rostros, avanzaron hacia la glorieta. Era éste un quiosco fabricado con
alfajías, y en los rombos de madera prendían sus tallos verdes los crecimientos
de una madreselva cargada de campánulas violetas y blancas.
4 de agosto de 2012
La tristeza del sábado inglés
¿Será acaso, porque me paso vagabundeando toda la semana, que el sábado y el domingo se me antojan los días más aburridos de la vida? Creo que el domingo es aburrido de puro viejo y que el sábado inglés es un día triste, con la tristeza que caracteriza a la raza que le ha puesto su nombre.
El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que "no corta ni pincha" en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin gestos.
Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son más lúgubres que un "de profundis" en el crepúsculo de un día nublado. Un silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglaterra, o en países puritanos, se entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir; ni a las carreras, siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya cansada de leer Punch, hojea la Biblia.
Pero para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo era una institución sin la cual vivía muy cómodamente la humanidad.
Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esta cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además, nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para qué sirve? La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer nada. Y la humanidad se aburría. Un día de "flaca" era suficiente. Vienen los señores ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sábado.
Por más que trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente. Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes, un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.
Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que ostensiblemente tiene la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción de sí mismo, que daban ganas de matarlo. Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensualidades. Uno de esos novios que dan un beso a plazo fijo.
Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesina.
Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente.
Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa impresión. Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina -la calle más lúgubre de Buenos Aires- cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años.
La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, una mujer joven y arrugada por las penurias, planchando los cintajos del sombrero de la nena.
El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabajo y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.
Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas.
Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el África. Las tabernas para corredores de bolsa permanecen solitarias y lúgubres. Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de "entrada para empleados" de los depósitos de dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.
No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el balance de fin de mes!
El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que "no corta ni pincha" en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin gestos.
Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son más lúgubres que un "de profundis" en el crepúsculo de un día nublado. Un silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglaterra, o en países puritanos, se entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir; ni a las carreras, siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya cansada de leer Punch, hojea la Biblia.
Pero para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo era una institución sin la cual vivía muy cómodamente la humanidad.
Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esta cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además, nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para qué sirve? La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer nada. Y la humanidad se aburría. Un día de "flaca" era suficiente. Vienen los señores ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sábado.
Por más que trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente. Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes, un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.
Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que ostensiblemente tiene la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción de sí mismo, que daban ganas de matarlo. Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensualidades. Uno de esos novios que dan un beso a plazo fijo.
Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesina.
Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente.
Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa impresión. Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina -la calle más lúgubre de Buenos Aires- cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años.
La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, una mujer joven y arrugada por las penurias, planchando los cintajos del sombrero de la nena.
El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabajo y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.
Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas.
Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el África. Las tabernas para corredores de bolsa permanecen solitarias y lúgubres. Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de "entrada para empleados" de los depósitos de dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.
No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el balance de fin de mes!
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