23 de agosto de 2012

DISCURSO DEL ASTRÓLOGO


El Astrólogo continuó:

–Al principio, ese pensamiento me pareció una de las tantas estupideces que abundan en sus divagaciones... Sin embargo, terminé por preguntarme involuntariamente por qué el dinero puede convertir en dios a un hombre, y de pronto me di cuenta que usted había descubierto una verdad esencial. ¿Y sabe cómo comprobé que usted tenía razón? Pues pensando que Henry Ford con su fortuna podía comprar la suficiente cantidad de explosivo como para hacer saltar en pedazos un planeta como la luna. Su postulado se justificaba.



Eduardo Iglesias Brickles. Reflexiones bajo los arcos voltaicos, 2011. 

–Ciertamente –rezongó Barsut, halagado en su fuero interno.


–Entonces me di cuenta que toda la antigüedad clásica, que los escritores de todos los tiempos, salvo usted que había escrito esta verdad sin saber explotarla, no habían concebido jamás que hombres como Ford, Rockefeller o Morgan fueran capaces de destruir la luna... tuvieran ese poder... poder que, como le digo, las mitologías sólo pudieron atribuir a un dios creador. Y usted, implícitamente, sentaba de hecho un principio: el comienzo del reinado del superhombre.

Barsut volvió la cabeza para examinar el Astrólogo. Erdosain comprendió que éste hablaba seriamente.

–Ahora bien, cuando llegué a la conclusión de que Morgan, Rockefeller y Ford eran por el poder que les confería el dinero algo así como dioses, me di cuenta que la revolución social sería imposible sobre la tierra porque un Rockefeller o un Morgan podían destruir con un solo gesto una raza, como usted en su jardín un nido de hormigas.

–Siempre que tuvieran el coraje de hacerlo.

–¿El coraje? Yo me pregunté si era posible que un dios renunciara a sus poderes... Me pregunté si un rey del cobre o del petróleo llegaría a dejarse despojar de sus flotas, de sus montañas, de su oro y de sus pozos, y me di cuenta que para privarse de ese fabuloso mundo había que tener la espiritualidad de un Buda o de un Cristo... y que ellos, los dioses que disponían de todas las fuerzas, no permitirían jamás su exacción. En consecuencia, tendría que acontecer algo enorme.

–No lo veo... Yo escribí ese pensamiento guiado por otros móviles.

–Interesa poco. Lo enorme es esto: La humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico. Entonces los hombres van a decir: «¿Para qué queremos la vida?...» Nadie tendrá interés en conservar una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha cercenado toda fe. Y en el momento que se produzca tal fenómeno, reaparecerá sobre la tierra una peste incurable... la peste del suicidio... ¿Se imagina usted un mundo de gentes furiosas, de cráneo seco, moviéndose en los subterráneos de las gigantescas ciudades y aullando a las paredes de cemento armado: «¿Qué han hecho de nuestro dios?...» ¿Y las muchachitas y las escolares organizando sociedades secretas para dedicarse al sport del suicidio? ¿Y los hombres negándose a engendrar hijos que el iluso Berthelot creía que se alimentarían con pastillas sintéticas?...

–Es mucho suponer –dijo Erdosain.

El Astrólogo se volvió hacia él, asombrado. Le había olvidado.

–Claro, no sucederá mientras los hombres no reparen en qué se funda su desdicha.
Eso es lo que ha pasado en realidad con los movimientos revolucionarios de carácter económico.

El judaísmo acercó sus narices al Debe y al Haber del mundo y dijo: «La felicidad está en quiebra porque el hombre carece de dinero para subvenir a sus necesidades...» Cuando debió decir que: «La felicidad está en quiebra porque el hombre carece de dioses y de fe».

–¡Pero usted se contradice! Antes dijo que... –objetó Erdosain.

–Cállese, ¿qué sabe?... Y pensando, llegué a la conclusión de que ésa era la enfermedad metafísica y terrible de todo hombre. La felicidad de la humanidad sólo puede apoyarse en la mentira metafísica... Privándole de esa mentira recae en las ilusiones de carácter económico..., y entonces me acordé que los únicos que podían devolverle a la humanidad el paraíso perdido eran los dioses de carne y hueso: Rockefeller, Morgan, Ford... y concebí un proyecto que puede aparecer fantástico a una mente mediocre... Vi que el callejón sin salida de la realidad social tenía una única salida... y era volver para atrás.

Barsut, cruzándose de brazos, se había sentado a la orilla de la mesa.

Sus pupilas verdes estaban tiesas en el Astrólogo, que, con el guardapolvo abotonado hasta la garganta y el pelo revuelto, pues se había quitado el sombrero, caminaba de un extremo a otro de la cochera, apartando con la punta de un botín los tallos de pasto seco que sembraban el suelo. Erdosain, apoyado de espaldas contra un poste, observaba el semblante de Barsut, que lentamente se iba impregnando de atención irónica, casi malévola, como si las palabras que decía el Astrólogo sólo befa merecieran. Este, como si se escuchara a sí mismo, caminaba, se detenía, a instantes se mesaba el cabello. Dijo:

–Sí, llegará un momento en que la humanidad escéptica, enloquecida por los placeres, blasfema de impotencia, se pondrá tan furiosa que será necesario matarla como a un perro rabioso...

–¿Qué es lo que dice?...

–Será la poda del árbol humano... una vendimia que sólo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio, podrán realizar. Los dioses, asqueados de la realidad, perdida toda ilusión en la ciencia como factor de felicidad, rodeados de esclavos tigres, provocarán cataclismos espantosos, distribuirán las pestes fulminantes... Durante algunos decenios el trabajo de los superhombres y de sus servidores se concretará a destruir al hombre de mil formas, hasta agotar el mundo casi... y sólo un resto, un pequeño resto será aislado en algún islote, sobre el que se asentarán las bases de una nueva sociedad.

Barsut se había puesto de pie. Con el entrecejo fiero, y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se encogió de hombros, preguntando:

–¿Pero es posible que usted crea en la realidad de esos disparates?

–No, no son disparates, porque yo los cometería aunque fuera para divertirme.
Y continuó:

–Desdichados hay que creer en ellos..., y eso es suficiente... Pero he aquí mi idea: esa sociedad se compondrá de dos castas, en las que habrá un intervalo... mejor dicho, una diferencia intelectual de treinta siglos. La mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos, y por lo tanto mucho más interesantes que los milagros históricos, y la minoría será la depositaría absoluta de la ciencia y del poder. De esa forma queda garantizada la felicidad de la mayoría, pues el hombre de esta casta tendrá relación con el mundo divino, en el cual hoy no cree. La minoría administrará los placeres y los milagros para el rebaño, y la edad de oro, edad en la que los ángeles merodeaban por los caminos del crepúsculo y los dioses se dejaron ver en los claros de luna, será un hecho.

–Pero eso es monstruoso en sí. Eso no puede ser.

–¿Por qué? Yo sé que no puede ser, pero hay que proceder como si fuera factible.
–Esa desproporción... la ciencia...

–¡Qué ciencia ni ciencia! ¿Acaso usted sabe para qué sirve la ciencia? ¿Usted no se burla en su pensamiento de los sabios y los llama «infatuados de los perecedero»?

–Veo que usted se ha leído esas pavadas.

–Claro. No hay que contradecir porque sí a la gente. Y la desproporción monstruosa que usted advierte en mi sociedad existe actualmente en nuestra sociedad, pero a la inversa. Nuestros conocimientos, quiero decir nuestras mentiras  metafísicas, están en pañales, mientras que nuestra ciencia es un gigante... y el hombre, criatura doliente, soporta en él este desequilibrio espantoso... De un lado lo sabe todo... del otro lo ignora todo. En mi sociedad la mentira metafísica, el conocimiento práctico de un dios maravilloso será el fin..., el todo que rellenará la ciencia de las cosas, inútil para la felicidad interior, será en nuestras manos un medio de dominio, nada más. Y no discutamos esto, porque es superfluo. Se ha inventado casi todo pero no ha inventado el hombre una máxima de gobierno que supere a los principios de un Cristo, un Buda. No. Naturalmente, no le discutiré el derecho al escepticismo, pero el escepticismo es un lujo de minoría... Al resto le serviremos la felicidad bien cocinada y la humanidad engullirá gozosamente la divina bazofia.

–¿Le parece a usted posible?

El Astrólogo se detuvo un momento. Ahora hacía girar el anillo de acero con la piedra violeta, se lo quitó del dedo para observar su interior; luego, acercándose a Barsut, pero con un gesto de extrañeza, como el de un hombre cuya imaginación está distante de la realidad, repuso:

–Sí, todo lo que imagina la mente del hombre puede ser realizado dentro de los tiempos. ¿No ha impuesto ya Mussolini la enseñanza religiosa en Italia? Le cito esto como una prueba de la eficacia del bastón en la espalda de los pueblos. La cuestión es apoderarse del alma de una generación... El resto se hace solo.

–¿Y la idea?

–Aquí llegamos... Mi idea es organizar una sociedad secreta, que no tan sólo propague mis ideas, sino que sea una escuela de futuros reyes de hombres. Ya sé que usted me dirá que han existido numerosas sociedades secretas... y es cierto..., todas desaparecieron porque carecían de bases sólidas, es decir, que se apoyaban en un sentimiento en una idealidad política o religiosa, con exclusión de toda realidad inmediata. En cambio, nuestra sociedad se basará en un principio más sólido y moderno: el industrialismo, es decir, que la logia tendrá un elemento de fantasía, si así se quiere llamar a todo lo que le he dicho, y otro elemento positivo: la industria, que dará como consecuencia el oro.

El tono de su voz se hizo más bronco. Una ráfaga de ferocidad ponía cierta desviación de astigmatismo en su mirada. Movió la greñuda cabeza a diestra y siniestra, como si le punzara el cerebro la agudeza de una emoción extraordinaria, apoyó las manos en los riñones y reanudando el ir y venir, repitió:

–¡ Ah! el oro... el oro... ¿Sabe cómo lo llamaban los antiguos germanos al oro? El oro rojo... el oro... ¿Se da cuenta usted? No abra la boca. Satanás. Dése cuenta, jamás, jamás ninguna sociedad secreta trató de efectuar una tal amalgama. El dinero será la soldadura y el lastre que le concederá a las ideas el peso y la violencia necesarias para arrastrar a los hombres. Nos dirigiremos en especial a las juventudes, porque son más estúpidas y entusiastas.  Les prometeremos el imperio del mundo y del amor... Les prometeremos todo... ¿me comprende usted?... y les daremos uniformes vistosos, túnicas esplendentes... capacetes con plumajes de variados  colores... pedrerías... grados de iniciación con nombres hermosos y jerarquías... Y allá en la montaña levantaremos el templo de cartón... Eso será para imprimir una cinta... No. Cuando hayamos triunfado levantaremos el templo de las siete puertas de oro... Tendrá columnas de mármol rosado y los caminos para llegar a él estarán enarenados con granos de cobre. En torno construiremos jardines... y allá irá la humanidad a adorar el dios vivo que hemos inventado.

–Pero el dinero..., el dinero para hacer todo eso..., los millones...

A medida que el Astrólogo hablaba, el entusiasmo de éste se contagiaba a Erdosain. Se había olvidado de Barsut, aunque éste se encontraba frente a él. Sin poderlo evitar, evocaba una tierra de posible renovación. La humanidad viviría en perpetua fiesta de simplicidad, ramilletes de estroncio tachonarían la noche de cascadas de estrellas rojas, un ángel de alas verdosas soslayaría la cresta de una nube, y bajo las botánicas arcadas de los bosques se deslizarían hombres y mujeres, envueltos en túnicas blancas, y limpio el corazón de la inmundicia que a él lo apestaba. Cerró los ojos, y el semblante de Elsa se deslizó por su memoria, mas no despertó ningún eco, porque la voz del Astrólogo llenaba la cochera de esta réplica salvaje:

–¿Así que le interesa de dónde sacaremos los millones? Es fácil. Organizaremos prostíbulos. El Rufián Melancólico será el Gran Patriarca Prostibulario... todos los miembros de la logia tendrán interés en las empresas... Explotaremos la usura... la mujer, el niño, el obrero, los campos y los locos. En la montaña... será en el Campo Chileno... colocaremos lavaderos de oro, la extracción de metales se efectuará por electricidad. Erdosain ya calculó una turbina de 500 caballos. Prepararemos el ácido nítrico reduciendo el nitrógeno de la atmósfera con el procedimiento del arco voltaico en torbellino y tendremos hierro, cobre y aluminio mediante las  fuerzas hidroeléctricas. ¿Se da cuenta? Llevaremos engañados a los obreros, y a los que no quieran trabajar en las minas los mataremos a latigazos. ¿No sucede eso hoy en el Gran Chaco, en los yerbales y en las explotaciones de caucho, café y estaño? Cercaremos nuestras posesiones de cables electrizados y compraremos con una pera de agua a todos los polizontes y comisarios del Sur. El caso es empezar, ya ha llegado el Buscador de Oro. Encontró placeres en el Campo Chileno, vagando con una prostituta llamada la Máscara. Hay que empezar. Para la comedia del dios elegiremos un adolescente... Mejor será criar un niño de excepcional belleza, y se le educará de él por todas partes, pero con misterio, y la imaginación de la gente multiplicará su prestigio. ¿Se imagina usted lo que dirán los papanatas de Buenos Aires cuando se propague la murmuración de que allá en las montañas del Chubut, en un templo inaccesible de oro y de mármol, habita un dios adolescente... un fantástico efebo que hace milagros?

–¡Sabe que sus disparates son interesantes!

–¿Disparates? ¿No se creyó en la existencia del plesiosauro que descubrió un inglés borracho, el único habitante del Neuquén a quien la policía no deja usar revólver por su espantosa puntería?... ¿No creyó la gente de Buenos Aires en los poderes sobrenaturales de un charlatán brasileño que se comprometía a curar milagrosamente la parálisis de Orfilia Rico? Aquél sí que era un espectáculo grotesco y sin pizca de imaginación. E innumerables badulaques lloraban a moco tendido cuando el embrollón enarboló el brazo de la enferma, que todavía está tullido, lo cual prueba que los hombres de ésta y de todas las generaciones tienen absoluta necesidad de creer en algo. Con la ayuda de algún periódico, créame, haremos milagros. Hay varios diarios que rabian por venderse o explotar un asunto sensacional. Y nosotros les daremos a todos los sedientos de maravillas un dios magnífico, adornado de relatos que podemos copiar de la Biblia... Una idea se me ocurre: anunciaremos que el mocito es el Mesías pronosticado por los judíos... Hay que pensarlo... Sacaremos fotografías del dios de la selva... Podemos imprimir una cinta cinematográfica con el templo de cartón en el fondo del bosque, el dios conversando con el espíritu de la Tierra.

–¿Pero usted es un cínico o un loco?

Erdosain lo miró malhumorado a Barsut. ¿Era posible que fuera tan imbécil e insensible a la belleza que adornaba los proyectos del Astrólogo? Y pensó: «Esta mala bestia le envidia su magnífica locura al otro. Esa es la verdad. No quedará otro remedio que matarlo».

–Las dos cosas, y elegiremos un término medio entre Krisnamurti y Rodolfo Valentino... pero más místico, una criatura que tenga un rostro extraño simbolizando el sufrimiento del mundo. Nuestras cintas se exhibirán en los barrios pobres, en el arrabal. ¿Se imagina usted la impresión que causará al populacho el espectáculo del dios pálido resucitando a un muerto, el de los lavaderos de oro con un arcángel como Gabriel custodiando las barcas de metal y prostitutas deliciosamente ataviadas dispuestas a ser las esposas del primer desdichado que llegue? Van a sobrar solicitantes para ir a explotar la ciudad del Rey del Mundo y a gozar de los placeres del amor libre... De entre esa ralea elegiremos los más incultos... y allá abajo les doblaremos bien el espinazo a palos, haciéndolos trabajar veinte horas en los lavaderos.

–Yo lo creía a usted obrerista.

–Cuando converse con un proletario seré rojo. Ahora converso con usted, y a usted le digo: Mi sociedad está inspirada en aquella que a principios del siglo noveno organizó un bandido persa llamado Abdala–Aben–Maimum. Naturalmente, sin el aspecto industrial que yo filtro en la mía, y que forzosamente garantía su éxito. Maimum quiso fusionar a los librepensadores, aristócratas y creyentes de dos razas tan distintas como la persa y la árabe, en una secta en la que implantó diversos grados de iniciación y misterios. Mentían descaradamente a todo el mundo. A los judíos les prometían la llegada del Mesías, a los cristianos la del Paracleto, a los musulmanes la del Madhi... de tal manera que una turba de gente de las más distintas opiniones, situación social y creencias trabajaban en pro de una obra cuyo verdadero fin era conocido por muy pocos. De esta manera Maimum esperaba llegar a dominar por completo el mundo musulmán. Excuso decirle que los directores del movimiento eran unos cínicos estupendos, que no creían absolutamente en nada. Nosotros les imitaremos. Seremos bolcheviques, católicos, fascistas, ateos, militaristas, en diversos grados de iniciación.

–Usted es el rufián más descarado que he conocido... Si tuviera éxito...

Barsut experimentaba un singular placer en insultarlo al Astrólogo. Y es que no quería reconocer que era inferior al otro. Además, había algo que le humillaba profundamente, parecerá mentira, pero le indignaba pensar que Erdosain fuera amigo y gozara de la intimidad de hombre semejante. Y se decía:

«¿Cómo es posible que este imbécil haya llegado a ser amigo de tal hombre?» Y por ese motivo sentía que en su interior no había mala razón que no contradijera las palabras del Astrólogo.

–Lo tendremos, ya que está el cebo del oro. Los resultados de nuestra organización se verán por los balances que arrojen los negocios que emprendamos. Los prostíbulos serán una fuente de dinero. Erdosain ha ideado un aparato que permitirá controlar diariamente el número de visitas que reciba cada pupila. Esto sin contar con las donaciones, una nueva industria que pensamos explotar: la rosa de cobre, que ha inventado Erdosain. Ahora usted se puede explicar por qué lo hemos secuestrado.

–¿Qué hacemos con la explicación si estoy preso?

En aquel instante, Erdosain se observó a sí mismo de lo singular que resultaba el hecho de que Barsut en ningún momento le amenazara al Astrólogo con represalias para el momento en que se encontrara libre, lo que le hizo decirse: «Hay que andar con cuidado con este Judas, es capaz de vendernos, no por su plata, sino por envidia». El Astrólogo continuó:

–Su dinero nos servirá para instalar un lenocinio, organizar el pequeño contingente y comprar y herramientas, instalación de radiotelegrafía y otros elementos para el lavadero de oro.

–¿Y usted no admite que puede equivocarse?

–Sí... ya lo he pensado, pero procedo como si estuviera en lo cierto. Además, una sociedad secreta es como una enorme caldera. El vapor que produce puede mover una grúa como un ventilador...

–¿Y usted qué es lo que quiere mover?

–Una montaña de carne inerte. Nosotros los pocos queremos, necesitamos los espléndidos poderes de la tierra. Dichosos de nosotros si con nuestras atrocidades podemos aterrorizar a los débiles e inflamar a los fuertes. Y para ello es necesario crearse la fuerza, revolucionar las conciencias, exaltar la barbarie. Ese agente de fuerza misteriosa y enorme que suscitará todo eso será la sociedad. Instauraremos los autos de fe, quemaremos vivos en las plazas a los que no crean en Dios. ¿Cómo es posible que la gente no se haya dado cuenta de la extraordinaria belleza que hay en ese acto... en el de quemar vivo a un nombre? Y por no creer en Dios, ¿se da cuenta usted?, por no creer en Dios. Es necesario, compréndame, es absolutamente necesario que una religión sombría y enorme vuelva a inflamar el corazón de la humanidad. Que todos caigan de rodillas al paso de un santo, y que la oración del más ínfimo sacerdote encienda un milagro en el cielo de la tarde. ¡Ah, si usted supiera cuántas veces lo he pensado! Y lo que me alienta es saber que la civilización y la miseria del siglo han desequilibrado a muchos hombres. Estos locoides que no encuentran rumbos en la sociedad son fuerzas perdidas. En el más ignominioso café de barrio, entre dos simples y un cínico va a encontrar usted tres genios. Estos genios no trabajan, no hacen nada... Convengo con usted en que son genios de hojalata... Pero esa hojalata es una energía que bien utilizada puede ser la base de un movimiento nuevo y poderoso. Y éste es el elemento que yo quiero emplear.

–¿Manager de locos?...

–Esa es la frase. Quiero ser manager de locos, de los innumerables genios apócrifos, de los desequilibrados que no tienen entrada en los centros espiritistas y bolcheviques... Estos imbéciles... y yo se lo digo porque tengo experiencia... bien engañados..., lo suficiente recalentados, son capaces de ejecutar actos que le pondrían a usted la piel de gallina. Literatos de mostrador. Inventores de barrio, profetas de parroquia, políticos de café y filósofos de centros recreativos serán la carne de cañón de nuestra sociedad.

Erdosain sonreía. Luego, sin mirar al encadenado, dijo:

–Usted no conoce la inaguantable insolencia de los fronterizos del genio...

–Sí, mientras no se los comprende, ¿no es verdad. Barsut?

–No me interesa.

–Es que a usted debe interesarle porque va a ser de los nuestros. Yo opino esto. Si a un fronterizo se le discute que no es un genio, toda la insolencia y la grosería de este incomprendido se levanta injuriosa ante usted. Pero elogie sistemáticamente a un monstruo del amor propio, y ese mismo sujeto que lo hubiera asesinado a la menor contradicción se convierte en su lacayo. Lo que debe saber es suministrarles una mentira suficientemente dosificada. Inventor o poeta, será su criado.

–¿Usted también se cree genio? –estalló iracundo Barsut.

–Yo también me creo genio... Claro que lo creo... pero cinco minutos y una sola vez al día..., aunque poco me interesa serlo o no. Las frases importan poco a los predestinados a realizar. Son los fronterizos del genio los que engordan con palabras inútiles. Yo me he planteado este problema que nada tiene que ver con mis condiciones intelectuales. ¿Puede hacerse felices a los hombres? Y empiezo por acercarme a los desgraciados, darles por objetivo de sus actividades una mentira que los haga felices inflando su vanidad..., y estos pobres diablos que abandonados a sí mismos no hubieran pasado de incomprendidos, serán el precioso material con que produciremos la potencia... el vapor...

–Usted se va por las ramas. Yo le pregunto qué fin personal persigue usted al querer organizar la sociedad.

–Su pregunta es estúpida. ¿Para qué inventó Einstein su teoría? Bien puede el mundo pasarse sin la teoría de Einstein. ¿Sé yo acaso si soy un instrumento de las fuerzas superiores, en las que no creo una palabra? Yo no sé nada. El mundo es misterioso. Posiblemente yo no sea nada más que el sirviente, el criado que prepara una hermosa casa en la que ha de venir a morir el Elegido, el Santo.
Barsut sonrió imperceptiblemente. Aquel hombre hablando del Elegido con su oreja arrepollada, su melena hirsuta y delantal de carpintero le causaba una impresión irónica, indefinible. ¿Hasta qué punto fingía aquel bribón? Y lo curioso es que no podía irritarse contra él, lo dominaba del hombre una sensación imprecisa, lo que le decía no era inesperado, sino que hasta parecía haber escuchado aquellas frases, con el mismo tono de voz, en otra circunstancia distante, como perdida en el gris paisaje de un sueño.

La voz del Astrólogo se hizo menos imperiosa.

–Créame, siempre ocurre así en los tiempos de inquietud y desorientación. Algunos pocos se anticipan con un presentimiento de que algo formidable debe ocurrir... Esos intuitivos, yo formo parte de ese gremio de expectantes, se creen en el deber de excitar la conciencia de la sociedad..., de hacer algo aunque ese algo sean disparates. Mi algo en esta circunstancia es la sociedad secreta. ¡Gran Dios! ¿Sabe acaso el hombre la consecuencia de sus actos? Cuando pienso que voy a poner en movimiento un mundo de títeres..., títeres que se multiplicarán, me estremezco, hasta llego a pensar que lo que puede ocurrir es tan ajeno a mi voluntad como lo serían a la voluntad del dueño de una usina las bestialidades que ejecutara en el tablero un electricista que se hubiera vuelto repentinamente loco, Y a pesar de ellos siento la imperiosa necesidad de poner en marcha esto, de reunir en un solo manojo la disforme potencia de cien psicologías distintas, de armonizarlas mediante el egoísmo, la vanidad, los deseos y las ilusiones, teniendo como base la mentira y como realidad el oro..., el oro rojo...

–Usted está en lo cierto... Usted va a triunfar.

–Bueno, ¿qué es ahora lo que espera de mí? –replicó Barsut.

–Ya le dije antes. Que nos firme el cheque por diecisiete mil pesos. A usted le quedarán tres mil.

Con eso puede irse al diablo. El resto se lo pagaremos en cuotas mensuales con lo que rindan los prostíbulos y los lavaderos.

–¿Y saldré de aquí?

–En cuanto cobremos el cheque.

–¿Y cómo me prueba usted de que ésas son sus verdades?

–Ciertas cosas no se prueban... Pero ya que usted me pide una prueba, le diré: Si usted se niega a firmarme el cheque lo haré torturar por el Hombre que vio a la Partera, y después que me haya firmado el cheque lo mataré...

Barsut levantó sus ojos descoloridos, y ahora su rostro con barba de tres días parecía envuelto en una neblina de cobre. ¡Matarlo! La palabra no le causó ninguna impresión. En ese momento carecía de sentido para él. Además, la vida le importaba tan poco... Hacía mucho tiempo que aguardaba una catástrofe; ésta se había producido, y en vez de sentirse acosado por el terror encontraba en el interior de si mismo una indiferencia cínica que se encogía de hombros ante cualquier destino. El Astrólogo continuó:


–Mas no quisiera llegar a eso... Lo que yo quisiera es contar con su ayuda personal... que usted se interesara en nuestros proyectos. Créame, nosotros estamos viviendo en una época terrible. Aquel que encuentre la mentira que necesita la multitud será el Rey del Mundo. Todos los hombres viven angustiados... El catolicismo no satisface a nadie, el budismo no se presta para nuestro temperamento estragado por el deseo de gozar. Quizá hablemos de Lucifer y de la Estrella de la Tarde. Usted le agregará a nuestro sueños toda la poesía que ellos necesitan, y nos dirigiremos a los jóvenes... ¡Oh!, es muy grande esto... muy grande...

El Astrólogo se dejó caer sobre el cajón. Estaba extenuado. Enjugóse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros como el de los labriegos, y los tres permanecieron un instante en silencio.

De pronto Barsut dijo:

–Sí, tiene usted razón, esto es muy grande. Suélteme, que le firmaré el cheque.
Había pensado que todas las palabras del Astrólogo eran mentiras, y aquello casi le perdió.

El Astrólogo se levantó caviloso:

–Perdón, yo le pondré a usted en libertad después que haya cobrado el cheque. Hoy es miércoles.

Mañana a mediodía puede estar usted en libertad, pero nuestra casa sólo la podrá abandonar dentro de dos meses –dijo esto porque reparó que el otro no creía en sus proyectos. – ¿Para esta tarde no necesita algo?

–No.
–Buenos, hasta luego.

–Pero ¿se va así?... Quédese...

–No. Estoy cansado. Necesito dormir un rato. Esta noche vendré y charlaremos otro poco. ¿Quiere cigarrillos?

–Bueno.

Salieron de la caballeriza.

Barsut se recostó en su lecho de pasto seco, y encendiendo un cigarrillo lanzó algunas bocanadas de humo que en la oblicua de una aguja de sol destrenzaban sus maravillosos caracoles de azul acero.

Ahora que estaba solo su pensamiento se ordenaba cordialmente, y hasta se dijo:
«¿Por qué no ayudarlo a «ése»? El proyecto que tiene de la colonia es interesante, y ahora me explico por qué ese bestia de Erdosain le tiene tanta admiración. Cierto es que me habré quedado en la calle... quizá sí, quizá no... mas de una forma o de otra había que terminar». Y entrecerró los ojos para meditar en el futuro.

El Astrólogo, con la galera echada sobre los ojos, se volvió a Erdosain y dijo:

–Barsut cree que nos ha engañado. Mañana, después de cobrar el cheque, tendremos que ejecutarlo...

–No, tendrá que ejecutarlo...

–No tengo inconveniente... pero qué le vamos a hacer. En libertad ese envidioso nos denunciaría inmediatamente. ¡Y él cree que estamos locos! Y efectivamente lo estaríamos si los dejáramos con vida.

Se detuvieron junto a la casa. Arriba unas nubes achocolatadas avanzaban rápidamente en lo celeste su dentellado relieve.

–¿Quién lo va a asesinar?

–El Hombre que vio a la Partera.

–Sabe que no es muy agradable morir con el verano en puerta...

–Así no más es...

–¿Y el cheque?

–Lo cobrará usted.

–¿No tiene usted miedo que me escape?

–No, por el momento no.

–¿Por qué?

–Porque no. Usted más que nadie necesita que la sociedad resulte para desaburrirse. Si usted es mi cómplice, es precisamente por eso... por aburrimiento, por angustia.

–Puede ser. Mañana, ¿a qué hora nos veremos?

–Este... a las nueve en la estación. Yo le llevaré el cheque. A propósito, ¿tiene cédula de identidad?

–Sí.

–Entonces no hay nada que temer. ¡Ah! una cosa. Le recomiendo que hable poco en la reunión y fríamente.

–¿Están todos?

–Sí.

–¿También el Buscador de Oro?

–Sí.

Apartando los ramojos que les castigaban los rostros, avanzaron hacia la glorieta. Era éste un quiosco fabricado con alfajías, y en los rombos de madera prendían sus tallos verdes los crecimientos de una madreselva cargada de campánulas violetas y blancas.


4 de agosto de 2012

La tristeza del sábado inglés

¿Será acaso, porque me paso vagabundeando toda la semana, que el sábado y el domingo se me antojan los días más aburridos de la vida? Creo que el domingo es aburrido de puro viejo y que el sábado inglés es un día triste, con la tristeza que caracteriza a la raza que le ha puesto su nombre.

El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que "no corta ni pincha" en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin gestos.

Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son más lúgubres que un "de profundis" en el crepúsculo de un día nublado. Un silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglaterra, o en países puritanos, se entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir; ni a las carreras, siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya cansada de leer Punch, hojea la Biblia.

Pero
para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo era una institución sin la cual vivía muy cómodamente la humanidad.

Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esta cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además, nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para qué sirve? La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer nada. Y la humanidad se aburría. Un día de "flaca" era suficiente. Vienen los señores ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sábado.

Por más que trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente. Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes, un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.

Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que ostensiblemente tiene la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción de sí mismo, que daban ganas de matarlo. Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensualidades. Uno de esos novios que dan un beso a plazo fijo.

Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesina.

Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente.

Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa impresión. Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina -la calle más lúgubre de Buenos Aires- cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años.

La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, una mujer joven y arrugada por las penurias, planchando los cintajos del sombrero de la nena.

El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabajo y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.

Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas.

Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el África. Las tabernas para corredores de bolsa permanecen solitarias y lúgubres. Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de "entrada para empleados" de los depósitos de dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.

No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el balance de fin de mes!

28 de junio de 2012

Un hombre extraño

    A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.



    En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.
    Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotagada, en su cara amarilla.
    Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas fláccidas y el labio inferior casi colgando, le daban la apariencia de un cretino.
    Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje de color de canela y, a momentos, inclinado el rostro, apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.
    Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain, que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aún sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:
    ­ ¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
    Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:
    ­ Y, ¿te casaste con Hipólita?
    ­ Sí, pero no te imaginás el bochinche que se armó en casa...
    ­ ¿Qué..., supieron que era de la vida?
    ­ No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabés que Hipólita antes de hacer la calle trabajó de sirvienta?...
    ­ ¿Y?
    ­ Poco después que no casamos, fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento se vino abajo.
    ­ ¿Y por qué confesó que fue prostituta?
    ­ Un momento de rabia. Pero, ¿no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?
    ­ ¿Y cómo te va?
    ­ Muy bien... La farmacia da sesenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.
    Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó:
    ­ ¿Jugás siempre?
    ­ Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.
    ­ ¿Qué es eso?
    ­ Vos no sabés... el gran secreto... una ley de sincronismo estático... ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.
    Y de pronto lanzó la embrollada explicación:
    ­ Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce ferozmente el desequilibrio. Marcás, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentás entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís, en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o las docenas que resulten.
    Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:
    ­ Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.
    ­ Y también a los idiotas ­arguyó Ergueta, clavando en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo­. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta...
    ­ ¿Y sos feliz con ella?
    ­ ... creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco...
    Erdosain, impaciente, frunció el ceño; luego:
    ­ ¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casás con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia, le hablás a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo... claro... la gente tiene que creer que estás loco, porque esas cosas no las conoce ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría que instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo...
    ­ Cinco mil pesos gané en las dos veces...
    ­ Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, si no el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel...
    ­ Eso sí que es verdad ­interrumpió Ergueta­. Fijate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabés lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.
    ­ ¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentirá toda la vida. ¿No es así?
    ­ Sí, en la biblia está escrito: "Y el padre se levantará contra el hijo y el hijo contra el padre"...
    ­ ¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenés por delante un camino magnífico. ¿Sabés? Un camino raro...
    ­ Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón...
    ­ Y salvarás de angustia a mucha gente buena. ¡Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado! ¿Sabés? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Ésa es la gente que hay que salvar..., a los angustiados, a los fraudulentos.
    El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotagado; luego, calmosamente, agregó:
    ­ Tenés razón... el mundo está lleno de turros, de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?
    ­ Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.
    ­ No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy al mañana.
    Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:
    ­ Además, ¿quién no te dice que eso no sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, si no los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?
    ­ De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
    Y Erdosain, tomándolo del brazo a Ergueta, exclamó:
    ­ Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabés? He robado seiscientos pesos con siete centavos.
    El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:
    ­ No te aflijás. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado ya con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño...?
    ­ Pero, decime, ¿vos no podés prestarme esos seiscientos pesos?
    El otro movió lentamente la cabeza:
    ­ ¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario?
    Erdosain lo miró desesperado:
    ­ Te juro que los debo.
    De pronto ocurrió algo inesperado.
    El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:
    ­ Rajá, turrito, rajá.
    Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vió que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.

25 de junio de 2012

El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular


Ensalzaré con esmero al benemérito "fiacún".
Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del "fiacún", a establecer el origen de la "fiaca", y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos setenta y un años después me levantarán una estatua.
No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez:
-¡Hoy estoy con "fiaca"!.
De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa la intención de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error.
Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o un burro con un caballo.
Exactamente lo mismo.
Y sin embargo a primera vista parece que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda.
Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.
La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgarro físico originado por la falta de alimentación momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años.
Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabra mencionada. Y algunas más.
Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la "fiaca" encima, tiene". Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara.
En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión del almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la "bella Italia" y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra "manyar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar la follia", o sea "darse cuenta".
Curioso es el fenómeno, pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente: "Hacer el rostro".
¿A qué no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rostro"? Pues hacer el rostro, en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el "rostro", es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pasado el peligro.
Volvamos con esmero al benemérito "fiacún".
Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, de dos metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos.
Esos muchachos era los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un "chico", algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándolos de la función. Bueno, estos grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con gesto huído, estos "largos" que se pasaban la mañana sentados en una esquina o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular acierto el término.
Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza.
Y, hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de "squenún", sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda oficina pública y privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta:
-¿Estás con "fiaca"?
Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la "fiaca" excluye toda premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el "fiacún" al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.


14 de junio de 2012

La ciudad

Dices: "Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
Y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí".


No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.


Kavafis, Arlt y la imposibilidad de huir

De Sonia Peña

El poema “La ciudad”, del griego Constantino Kavafis se encuentra entre los canónicos de su producción. Muchos críticos ven en estos versos una metáfora del ser, una urbe imaginaria, para otros, Kavafis es el primero en apropiarse de un elemento importante en la poesía contemporánea: la ciudad. Espacio al cual el argentino Roberto Arlt califica de “cárcel de cemento” y cuyo paralelo mexicano lo encontramos en la obra de José Revueltas.
Los versos de Constantino Kavafis y la prosa de Roberto Arlt tienen en común la visión desesperanzada del hombre moderno y su relación con una metrópoli que lo ahoga y de la cual desea huir a toda costa. Dice el primer verso de Kavafis: “Iré a otra tierra, hacia otro mar/ y una ciudad mejor con certeza hallaré.” Esta afirmación es la misma que pronuncia Silvio Astier, el adolescente protagonista de la novela inaugural de Arlt, cuando sueña que con el botín obtenido en uno de sus robos podría vivir como “bacán” y fugarse a ciudades “al otro lado del mar”. El jovencito piensa en “otras” ciudades, porque la que transita ahora como empleado humillado y ofendido le es completamente hostil. Al final de la obra, el precio que paga por la huída al sur, símbolo de purificación y penitencia, es la infame delación de “Judas Iscariote.” El nombre del discípulo traidor –con quien se identifica el personaje– es el estigma que lo acompañará a la lejana Patagonia, tierra mítica y lugar preferido de los prófugos de la ley, según las leyendas que circulaban en los años en los que Arlt escribe su obra. Él mismo se encargará de fomentarlas mucho tiempo después, cuando recorra la región como cronista del diario El Mundo.

Otros versos de “La ciudad” sentencian: “Y muere mi corazón/ lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.” Algo semejante piensa Remo Erdosain, protagonista de Los siete locos y Los lanzallamas cuando se repite que está “completamente solo, entre tres millones de hombres y en el corazón de una ciudad”. Sin poder encontrar una respuesta al sinsentido de la vida, Erdosain parece coincidir con Kavafis cuando éste escribe: “Donde vuelvo los ojos sólo veo/ las oscuras ruinas de mi vida/ y los muchos años que aquí pasé y destruí.” El protagonista de Arlt, haciendo un repaso por “las oscuras ruinas” de su existencia se pregunta una y otra vez: “¿Qué he hecho de mi vida? ¿Qué es lo que he hecho de mi vida?”.
En el capítulo La cortina de la angustia, incluido en Los lanzallamas, se observa casi una glosa del poema de Kavafis. Allí, al darse cuenta de la imposibilidad de la huída, Erdosain reflexiona: “A dónde vayas irá contigo la desesperación. Sufrirás y dirás como ahora: ‘Más lejos todavía’ y no hay más lejos sobre la tierra. El más lejos no existe. No existió nunca. Verás tristeza a donde vayas.” Y el griego profetiza: “No hallarás otra tierra ni otro mar./ La ciudad irá en ti siempre/ no hay barco para ti, no hay camino.”
El personaje de Arlt no encuentra salida a la angustia que lo agobia y de la cual no puede escapar, porque la misma ciudad por la que transita es la que le trasmite el “asco” de la vida y “la náusea” de la pena, como una enfermedad incurable, un “cáncer” del que ya no puede deshacerse, por eso Erdosain quiere “escaparse de la civilización; dormir en el sol de la noche, que gira siniestro y silencioso al final de un viaje, cuyos boletos vende la muerte”, único medio de escape de una Buenos Aires a la cual Silvio Astier califica de “babilónica”. Babilonia que a principios del siglo XX es la ciudad latinoamericana que recibe la mayor cantidad de inmigrantes europeos y –por lo tanto– también Babel donde se confunden lenguas, culturas y costumbres en una urbe en vertiginoso crecimiento. Calles porteñas que abrigan un lumpen que se desplaza en ellas como pez en el agua y le saca “viruta al piso” en las cantinas de mala muerte, donde “ruge lastimero el tango carcelario”.
Una ciudad caótica en pleno crack de Nueva York, en pleno apogeo migratorio y en vísperas de un golpe de Estado es la que muestra Arlt en sus novelas. Pero también se desprende de su personaje central la angustia que contagia al lector, y se aferra a su cuerpo como la misma humedad del Plata: “¿Qué he hecho de mi vida?” es la insistente pregunta que recorre las obras y cuya respuesta es extrema, porque “los seres sórdidos de la ciudad tienen dos opciones: la cárcel o el manicomio”. Erdosain se dispara directo al corazón para terminar con la relación ciudad/angustia que lleva aferrada a su cuerpo como una náusea insoportable, porque él concluye –al igual que Kavafis– que: “La vida que aquí destruiste/ la has destruido en toda la tierra.” El final de la novela de Arlt, la fuga del Astrólogo y de la prostituta hacia un lugar incierto es otra metáfora de la esterilidad de la huída, pues el Astrólogo es el hombre castrado.
Tanto en el poema de Kavafis como en los textos de Arlt se observa la paradoja del hombre “moderno”, que Marshall Berman define como “el amor-odio” a las grandes metrópolis. En ambos autores la evasión es inútil, pues el desasosiego del hombre citadino no se origina en el trajín y el desgaste cotidiano, sino en la angustia de la existencia y el sinsentido de la vida. Si bien en Arlt los personajes buscan siempre un escape (el sur de Silvio Astier, la Patagonia del Buscador de Oro, la chacra del Rufián Melancólico, el desierto de Ergueta) todos fracasan porque ya están “contagiados” de la angustia de la existencia que les provoca el “asco” y la “náusea” de la vida. En Kavafis la solución tampoco está “al otro lado del mar” porque, ya sea en una isla desierta o en la ciudad más grande del mundo, la desdicha del ser es una y la misma.
Estas obras son ejemplo de que la literatura es el oráculo más acertado –y el mejor psiquiatra– al que de vez en cuando vale la pena consultar, pues quién de nosotros no ha repetido iluso: “Iré a otra tierra, hacia otro mar”…


La ciudad de Constantino Cavafis


11 de junio de 2012

La pista de los dientes de oro


Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.

Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.

Esto ocurre a las once de la noche.

A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.

A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.

En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.

Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.

A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así:

El enigma del bárbaro crimen del diente de oro

Son las diez de la mañana.

El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.

Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.

No se equivoca.

A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.

Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:

-Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.

El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:

-Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?

Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.

En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.

También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.

Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {...}* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.

En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.

Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.

Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.

La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.

La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía. . . El asesino no es descubierto nunca.

Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.

Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.

A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.

Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.

Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.

Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.

Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.

Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:

-Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.

Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:

-¿Cuesta mucho platinarlo?

-No; la diferencia es muy poca.

Mientras Diana prepara el torno, habla:

-A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.

Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:

-Yo creo que ese crimen es una venganza... ¿Y usted?...

-Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?... Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.

Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice:

-Véngase pasado mañana.

Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe...

Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.

Debe denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.

Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!... Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.

Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra... Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.

Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.

Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:

-¿Qué le pasa, señorita?

Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:

-Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy italiano-, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.

Diana lo escucha y responde:

-Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.

Lauro prosigue:

-Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.

-¿No lo encontrarán a usted?

-No; si usted no me denuncia.

Diana lo mira:

-Es espantoso lo que usted ha hecho.

Lauro la interrumpió, frío:

-La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.

Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:

-¿No lo encontrarán a usted?

-Yo creo que no...

-¿Vendrá usted a curarse mañana?

-Sí, señorita; mañana iré.

Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.


*La pista de los dientes de oro es un cuento que pertenece al último de los libros publicados por Roberto Arlt en vida, El criador de gorilas, el cual se lanzó en 1941. Arlt escribió estos cuentos de "estilo oriental" durante su viaje por Marruecos y España años antes.