24 de enero de 2013

Aguafuerte con Arlt

El lunes 12 de enero de 1942, Roberto Arlt sale del edificio de Patentes de Invenciones con sentimientos encontrados. Piensa que ese papel que le acaban de dar en el registro y que lleva en la valija puede marcar el fin de las penurias económicas. Número 53075, el del formulario firmado por el comisario Curto, patente de invención de “un nuevo procedimiento industrial para producir una media de mujer cuyo punto no se corre en la malla”. Piensa que la que terminó ayer fue una semana dura, de corridas, de traspiés económicos que lo dejaron sin un cobre en los bolsillos. Ni siquiera pudo fajarse a cachetazos (los caminos del amor son insondables) con Elizabeth Mary Shine, esa morocha de mirada chispeante y mano tan colérica como la suya que hace poco se convirtió en su esposa. Quiere tener un hijo con Elizabeth, y Roberto sabe que ambos deberán dejar de lado esas trifulcas –por nada y por todo– a las que son tan afectos donde cuadre, así sea en plena calle. Mientras camina como un poseído por el centro rumbo a la estación de tren de Constitución estruja la carta que le acaba de escribir a su hija Mirta y que va a poner en el correo: “Elizabeth y yo, como siempre, lágrimas y sonrisas, besos y patadas. Como de costumbre, somos la piedra del escándalo de las honradas pensiones”. Roberto piensa que si tuviera que definirse para una de esas aguafuertes que ya no escribe más para el diario El Mundo, pondría “esgunfiado”. Y con todo el esgunfie sigue caminando, cabeza gacha, mirando las veredas rotas, comiéndose todo el calor del verano porteño (encima, para potenciar el esgunfie, de un lunes con el saco y la corbata infaltables, la camisa pegada a la espalda empapada).
Hace cuentas: 40 pesos para Mirta; 40 también para Carmen Antinucci, su primera esposa; otros 40 para su madre, Catalina Iopztraibizer, triestina de apellido tan endemoniado como el Arlt de su padre; 30 para la pensión de la calle Olazábal de donde están a punto de echarlo por sus escandalosas peleas. No, no hay guita que alcance. Su amigo Pascual Nacaratti, actor del Teatro del Pueblo, ya puso todo lo que podía poner para alquilar el laboratorio químico de Lanús. En la sociedad Arna (Arlt-Nacaratti), Roberto es el encargado de poner las ideas, desgranar fórmulas enloquecidas y enchastrar el techo cuando los tubos estallan por la presión a la que los somete cuando busca la forma de unir caucho y nylon. Piensa en la carta que acaba de enviarle a Mirta mientras sube al tren rumbo al laboratorio: “Te mando aquí un pedazo arrancado de una media tratada con mi procedimiento. Te darás cuenta que sacándole el brillo a la goma, el asunto es perfecto. Tendrán que usar mis medias en invierno. No hay disyuntivas. Esta media durará por lo menos un año. Su transparencia es notable. Querida Mirtita, tené la seguridad que esto pronto estará en marcha comercial”.
Arlt depositaba toda su confianza en un procedimiento para fabricar medias de mujer cuyo punto no se corría. Lo había registrado en 1934, pero no le había interesado a nadie, ni siquiera a él mismo que, por entonces, era el niño mimado del diario con sus aguafuertes y reunía algunos billetes más por las regalías de sus libros. Libros en los cuales parecía anticipar sus sueños de invención: por ejemplo con Silvio Astier patentando un cañón en El juguete rabioso; Erdosain rompiéndose los cuernos para realizar su alquimia de la rosa de cobre o dibujando los planos de una demencial tintorería para perros en Los siete locos.
En 1941, exactamente el 9 de diciembre, volvió a la carga. En tres carillas mecanografió la memoria descriptiva que en cinco etapas trataba de demostrar la certeza de la fabricación de las medias de mujer que no se corren. Tomó el subte en Chacarita para presentar las tres hojas en la Dirección de Patentes y Marcas del Ministerio de Agricultura. Y volvió a la pensión, como siempre, exultante pero sin poder ocultar una tristeza profunda, con las hojas ostentando el sello de recibidas. Esa misma tarde, al igual que todas las tardes, fue hasta el tallercito de Lanús. Allí, rodeado de un autoclave, un barómetro, una pierna de duraluminio, tachos, tubos y probetas, volvió a desoír los consejos de Pablo Mounier –el vendedor de caucho– para que abandonara esa idea. Esa tarde, mientras guardaba las páginas selladas en uno de los tantos cajones del escritorio manchado y quemado por cientos de fallidos, dejó de escuchar la voz de Elizabeth (sus reiterados reclamos matutinos, “claro, como terminás tus notas en veinte minutos, siempre te queda tiempo para tus locuras y vagabundeos”, y sus burlas nocturnas, “¿qué mujer se va a poner eso, si parece piel de pescado?”) y se enfrascó otra vez en su sueño.
Las páginas que guarda no tienen el tono inconfundible de sus narraciones. Roberto se había puesto como meta convencer, todo sic: “Hasta la fecha se ha tratado de evitar que la rotura de un hilo en la malla determine la destrucción de la media, mediante el empleo de productos gomoso-líquidos. Estos procedimientos no dan resultado, pues si las soluciones gomosas son demasiado espesas, alteran el aspecto estético de la media, y si estas soluciones son muy fluidas carecen de consistencia adhesiva para impedir el deslizamiento de un hilo cuando se rompe. El autor de esta solicitud ha resuelto dicho problema”. En contrapartida con sus ficciones, no convence a nadie. Así y todo, vuelve a experimentar, quizá como una manera de seguir la historia de Astier, de Erdosain, de cada uno de sus tantos personajes.
El 12 de enero de 1942, mientras apoya la cabeza contra la pared del vagón y deja que el viento –caliente, pero viento al fin– de Avellaneda y Gerli le pegue en la cara, Arlt cierra los ojos, recuerda y sueña. Sueña con el hijo que quiere tener con Elizabeth (Lito si es varón; Gema, que él pronuncia como Yema, si es mujer). Recuerda sus visitas a la penitenciaría de Las Heras, y sobre todo recuerda aquella en la que vio cómo fusilaban a Severino Di Giovanni. Sueña con todas las cosas que le comprará a su mujer cuando las medias triunfen en el mundo entero. Recuerda su boda en Pando, Uruguay, donde llegaron tomando un whisky tras otro, acodados con Elizabeth en la borda del Vapor de la Carrera. Recuerda al amigo García Quevedo que les salió de testigo, un español rojo como el demonio que dormía envuelto en la bandera tricolor de la República por si lo sorprendía la muerte. Sueña con su próximo viaje a Córdoba, donde están su madre y su hija. Recuerda los múltiples gritos en forma de consigna con los que se saluda con su amigo César Tiempo: “Cuidado con la tristeza”, “ganemos la batalla por prepotencia de trabajo”, “la solemnidad es la dicha de los imbéciles”, “asistimos al crepúsculo de la piedad en el peor de los mundos posibles”. Sueña con todos sus personajes mirando cómo trabaja, incansable, en el tallercito de Lanús. Sueña que lo aplauden ante las ventajas de su gran invento. Recuerda cómo le gusta dejar que se enfríe el desayuno que les trae a Elizabeth y a él la chica de la pensión cada mañana a las 9. Sueña con una frase que se le presenta una y otra vez para arrancar uno de esos artículos que escribe en 20 minutos para tener la tarde libre para vagabundear y darles tiempo a sus locuras: “Evidentemente, los hombres no eligen sus padres ni sus destinos”. Sueña y recuerda, Arlt, hasta que el tren para en la estación Lanús.
Cuando baja, mira de nuevo la patente de invención Nº 53075, y antes de enfilar hacia el tallercito, repite, con una media sonrisa de costado, canchera, pero triste, unas palabras que hace unos años le inventó a Erdosain: “Ideas me sobran. Ustedes van a salir de esta horrible miseria”.




*De Miradas al sur Año 3. Edición número 138. Domingo 09 de enero de 2011

17 de enero de 2013

La terrible sinceridad

Me escribe un lector: "Le ruego me conteste, muy seriamente, de qué forma debe uno vivir para ser feliz".

Estimado señor: Si yo pudiera contestarle, seria o humorísticamente, de qué modo debe vivirse para ser feliz, en vez de estar pergueñando notas, sería, quizá, el hombre más rico de la tierra, vendiendo, únicamente a diez centavos, la fórmula para vivir dichoso. Ya ve qué disparate me pregunta.

Creo que hay una forma de vivir en relación con los semejantes y consigo mismo, que si no concede la felicidad, le proporciona al individuo que la practica una especie de poder mágico de dominio sobre sus semejantes: es la sinceridad.

Ser sincero con todos , y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique. Aunque se rompa el alma contra el obstáculo. Aunque se quede sólo, aislado y sangrando. Esta no es una fórmula para vivir feliz; creo que no pero sí lo es para tener fuerzas y examinar el contenido de la vida, cuyas apariencias nos marean y engañan de continuo.

No mire lo que hacen los demás. No se le importe un pepino de lo que opine el prójimo. Sea usted, usted mismo sobre todas las cosas, sobre el bien y el mal, sobre el placer y sobre el dolor, sobre la vida y la muerte. Usted y usted. Nada más. Y será fuerte como un demonio entonces. Fuerte a pesar de todos y contra todos. No importe que la pena lo haga dar de cabeza contra la pared. Interróguese siempre, en el peor minuto de su vida, lo siguiente:

-¿Soy sincero conmigo mismo?

Y si el corazón le dice que sí, y tiene que tirarse a un pozo, tírese con confianza. Siendo sincero no se va a matar. Esté segurísimo de eso. No se va a matar, porque no se puede matar. La vida, la misteriosa vida que rige nuestra existencia, impedirá que usted se mate tirándose al pozo. La vida, providencialmente, colocará, un metro antes de que usted llegue al fondo, un clavo donde se engancharán sus ropas, y ... usted se salvará.

Me dirá usted: "¿Y si los otros no comprenden que soy sincero?" ¡Qué se le importa a usted de los otros! La tierra y la vida tienen tantos caminos con alturas distintas, que nadie puede ver a más distancia de la que dan sus ojos. Aunque se suba a una montaña, no verá un centímetro más lejos de lo que le permita su vista. Pero, escúcheme bien: el día que los que lo rodean se den cuenta de que usted va por un camino no trillado, pero que marcha guiado por la sinceridad, ese día lo mirarán con asombro, luego con curiosidad. Y ese día en que usted, con la fuerza de su sinceridad, les demuestre cuántos poderes tiene entre sus manos, ese día serán sus esclavos espiritualmente, créalo.

Me dirá usted: "¿Y si me equivoco?". No tiene importancia. Uno se equivoca cuando tiene que equivocarse. Ni un minuto antes ni un minuto después. ¿Por qué? Porque así lo ha dispuesto la vida, que es esa fuerza misteriosa. Si usted se ha equivocado sinceramente, lo perdonarán. O no lo perdonarán. Interesa poco. Usted sigue su camino. Contra viento y marea. Contra todos, si es necesario ir contra todos. Y créame llegará un momento en que usted se sentirá más fuerte, que la vida y la muerte se convertirán en dos juguetes entre sus manos. Así, como suena. Vida. Muerte. Usted va a mirar esa taba que tiene tal reverso, y de una patada la va a tirar lejos de usted. ¿Qué se le importan los nombres, si usted, con su fuerza, está más allá de los nombres?

La sinceridad tiene un doble fondo curioso. No modifica la naturaleza intrínseca del que la practica, y sí le concede una especie de doble vista, sensibilidad curiosa, y que le permite percibir la mentira, y no sólo la mentira, sino los sentimientos del que está a su lado.

Hay una frase de Goethe, respecto de este estado, que vale un Perú. Dice:

"Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás de él"

Es lo que anteriormente le decía.

La sinceridad provoca en el que la practica lealmente, una serie de fuerzas violentas. estas fuerzas sólo se muestran cuando tiene que producirse eso de: "Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás". Y si usted es sincero, va a percibir la voz de estas fuerzas. Ellas lo arrastrarán, quizá, a ejecutar actos absurdos. No importa. Usted los realiza. ¿Que se quedará sangrando? ¡Y es claro! Todo cuesta en esta tierra. La vida no regala nada, absolutamente. Todo hay que comprarlo con libras de carne y sangre.

Y de pronto, descubrirá algo que no es la felicidad, sino un equivalente a ella. La emoción. La terrible emoción de jugarse la piel y la felicidad. No en el naipe, sino convirtiéndose usted en una especie de emocionado naipe humano que busca la felicidad, desesperadamente, mediante las combinaciones más extraordinarias, más inesperadas. ¿O qué se cree usted? ¿Que es uno de esos multimillonarios norteamericanos, ayer vendedores de diarios, más tarde carboneros, luego dueños de circo, y sucesivamente periodistas, vendedores de automóviles, hasta que un golpe de fortuna los sitúa en el lugar en que inevitablemente debía estar?

Esos hombres se convirtieron en multimillonarios porque querían ser eso. Con eso sabían que realizaban la felicidad de su vida. Pero piense usted en todo lo que se jugaron para ser felices. Y mientras no se producía lo efectivo, la emoción, que derivaba de cada jugada, los hacía más fuertes. ¿Se da cuenta?

Vea amigo: hágase una base de sinceridad, y sobre esa cuerda floja o tensa, cruce el abismo de la vida, con su verdad en la mano, y va a triunfar. No hay nadie, absolutamente nadie, que pueda hacerlo caer. Y hasta los que hoy le tiran piedras, se acercarán mañana a usted para sonreírle tímidamente. Créalo, amigo: un hombre sincero es tan fuerte que sólo él puede reírse y apiadarse de todo.

10 de enero de 2013

El 2013 es arltiano



LITERATURA › LA OBRA DE ROBERTO ARLT PASÓ A SER DE DOMINIO PÚBLICO

Aguafuertes para celebrar

Ya cumplidos los setenta años de la muerte del autor, ahora cualquiera puede publicar o compartir sus textos sin pagar derechos. Y como para certificar que 2013 será arltiano, por primera vez serán compiladas sus Aguafuertes cariocas.

 Por Silvina Friera
En el mar revuelto de la memoria, la afinidad de los recuerdos funda un nuevo orden alfabético con los apellidos de los escritores que vuelven bajo la confortable oleada del dominio público. Tarde o temprano, el tiempo ofrece la chance de reconstituir los puentes que el olvido, la omisión o el ninguneo intentaron borrar o quebrar. La mirada del flâneur –la de miles de lectores que como topógrafos se entregan a la dicha de transitar y descifrar cientos de páginas como si estuvieran en sus casas– tiene motivos para celebrar el inicio de la temporada. “Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: ‘No toda es vigilia la de los ojos abiertos’”, se lee en una de las Aguafuertes porteñas. “Ante todo, para vagabundear hay que estar por completo despojado de prejuicios, y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen mirada de hambre, y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad una considerable distancia.” Después de transcurridos setenta años de la muerte de Roberto Arlt (1942), todas sus obras podrán ser reproducidas sin que medie restricción o derecho de autor alguno. Este será un año arltiano en el que se augura un gran batacazo: la publicación por primera vez de cuarenta crónicas cariocas, nunca antes reunidas en un libro, que el autor de Los siete locos escribió a principios de la década del ’30 del siglo pasado en Río de Janeiro.
La trama se repite. El tiempo de la espera concluye. Aunque los nombres cambien. Los Reyes Magos dejan por anticipado sus regalitos en los zapatos de los lectores. Arlt no es el único “caso” para celebrar. El listado de obras que ingresan al dominio público incluye a varios narradores y poetas: Miguel Hernández (España), Robert Musil (Austria), Irène Némirovski (Rusia), Bruno Schulz (Polonia), Stefan Zweig (Austria), Porfirio Barba Jacob (Colombia), José María Eguren (Perú) y Jorge Cuesta (México), entre otros. Todos los primeros de enero varias obras empiezan a formar parte de este “shock póstumo” de tiempo ilimitado que permite que una constelación textual esté disponible sin pagar derechos. La propiedad intelectual en Argentina –como en los países miembros de la Unión Europea, Brasil, Israel y Rusia, entre otros– tiene vigencia por setenta años a partir del primero de enero del año siguiente a la muerte del autor, según dispone el artículo quinto de la ley 11.723. El año pasado ingresó a esta categoría la obra de Virginia Woolf. Varias editoriales argentinas como La Bestia Equilátera y Cuenco de Plata aprovecharon la ocasión para poner en circulación La muerte de la polilla y otros ensayos, Freshwater, única pieza teatral de escritora inglesa; Flush y Un cuarto propio, entre otros títulos. En 2008, la obra de Horacio Quiroga, uno de los mayores cuentistas del Río de la Plata, entró en esta suerte de paraíso en la tierra para editores y lectores.
Las bondades del dominio público, enhorabuena, pueden ser capitalizadas por lectores y usuarios que quieran subir y compartir, nuevas tecnologías mediante, Los siete locos, El juguete rabioso, Los lanzallamas o El amor brujo, por citar algunos títulos de Arlt que ya están callejeando por el amplio espacio virtual, circulando de pantalla en pantalla, a tan sólo un click de distancia para descargar. Los devotos del libro impreso, aquellos que observan los e-books aún con ciertas prevenciones, tendrán su revancha en papel. Entre las novedades editoriales del año, no podía faltar un auténtico Arlt inédito: cuarenta crónicas nunca antes reunidas en un libro, fechadas entre el 2 de abril y el 29 de mayo de 1930. Adriana Hidalgo publicará Aguafuertes cariocas, compilado y prologado por Gustavo Pacheco. Después del impacto que tuvieron las Aguafuertes porteñas que publicaba cotidianamente en El Mundo, Carlos Muzio Sáenz Peña, el director del diario, le ofreció al escritor la oportunidad de viajar por América del Sur para escribir notas de viaje. En abril de 1930 llegó a Río de Janeiro, donde permaneció durante dos meses. Las crónicas que escribió desde esa ciudad nunca fueron publicadas antes, con excepción de tres textos: “¿Para qué?”, “Pobre brasilerita” y “Espérenme, que llegaré en aeroplano”.
En el estudio introductorio de las Aguafuertes cariocas, maravilla que el lector pronto tendrá entre sus manos, Pacheco afirma que es sorprendente que no hayan sido reunidas hasta ahora y que sean prácticamente desconocidas. “Tanto desde el punto de vista literario, como desde la perspectiva histórica o sociológica, los textos escritos por Arlt en Río de Janeiro están a la altura de lo mejor de su producción periodística. Por tratarse de las primeras crónicas que escribió fuera del país, las aguafuertes cariocas funcionan también como laboratorio para las notas de viaje que escribió después, a lo largo de su carrera”. Pacheco encuentra en estos textos “un retrato muy franco y personal” del Brasil de la década del ’30, además de un “cambio gradual en las impresiones de Arlt” a lo largo de su estadía brasileña. “Las primeras notas, que enaltecen a Río y a sus habitantes, dan lugar a textos cada vez más críticos y cáusticos, en los cuales Buenos Aires y la sociedad argentina aparecen como el contrapunto moderno y civilizado respecto del atraso en que se encontraban Brasil y su capital de entonces. Se revela así un Arlt muy diferente del narrador cínico y pesimista de la realidad porteña; un Arlt, como él mismo dice, ‘argentinófilo’, orgulloso de su ciudad natal, y que advierte que ‘es necesario haber vivido en Buenos Aires y después salir de ella para saber lo que vale nuestra ciudad’. Arlt escribe lo que quiere y como quiere, incluyendo opiniones abiertamente prejuiciosas, racistas y sexistas”, plantea Pacheco. Bienvenidas sean, entonces, las parrafadas políticamente incorrectas de un autor crucial que todavía puede ensayar distintas variantes en el peliagudo arte de incomodar.

7 de enero de 2013

Ester Primavera

¡Ester Primavera!

Su nombre acumula pasado en mis ojos. Mis sobresaltos rojos palidecen en sucesivas bellezas de recuerdo. Nombrarla es recibir de golpe una ráfaga de viento caliente en mis mejillas frías.

Estirado en la reposera, cubierto hasta el mentón con una manta oscura, pienso de continuo en ella. Hace setecientos días que pienso a toda hora en Ester Primavera. La única persona que he ofendido atrozmente. No, esa no es la palabra. No la he ofendido, hice algo peor aún, arranqué de cuajo en ella toda la esperanza de la bondad terrestre. No podrá tener nunca más una ilusión, tan groseramente le he retorcido el alma. Y esa infamia dilata en mi sangre una tristeza deliciosaAhora sé que podré morir. Nunca creí que el remordimiento adquiriera profundidades tan sabrosas.

Ester Primavera

24 de diciembre de 2012

El pan dulce del cesante


           Usted ha entrado con toda naturalidad a una confitería, y ha encargado su pan dulce, su turrón y su vino, con la serenidad de un hombre que cumple los ritos familiares que consagran las fiestas de fin de año. Usted ha entrado con toda naturalidad; pero ¿me permite? Le voy a reproducir un diálogo, el terrible diálogo del pan dulce que estalla hoy en muchas casas.
            Protagonistas: un hombre y una mujer. Hombre flaco, mujer flaca. La mujer puede estar inclinada sobre una batea o secando platos en una cocina. El hombre podrá estar arrancándose los pelos de la barba con una "Gillette" consuetudinaria, en mangas de camisa y con la mitad de la barba afeitada y la otra mitad con barba de cinco días, escondida en la espuma de jabón.

            El diálogo patético

            La mujer: ¿Sabés? Habría que comprar pan dulce. Nunca hemos pasado una Navidad sin pan dulce.
            El hombre: Cierto. Ni el año que me rompí la pierna.
            La mujer: Ni el otro año en que estuviste enfermo de apendicitis.
            El hombre: Ni aquel año, ¿te acordás?, en que se murió el nene.
            La mujer: Ni tampoco aquel en que vos perdiste el empleo.
            El hombre: Sí, pero teníamos ahorros.
            Silencio. La mujer coloca los platos en un estante.
            El hombre se enjabona la otra mitad de la cara, donde se ha coagulado la espuma del jabón amarillo. La mujer suspira; se mira los brazos un momento, luego:
            La mujer: Habría que comprar pan dulce. Será muy triste para los nenes. Los chicos de todos los vecinos salen a la puerta con un pedazo en la mano. Y vos sabés cómo son los chicos; aunque no quieran, miran con ganas.
            El hombre (pensativo): Cierto, miran con ganas.
            La mujer: Y vos sabés cómo son los chicos..., sufren y no dicen nada...
El hombre: Es así..., pero, no hay plata..., no hay, m’ija. Maldita navaja! No corta...
            La mujer (patética, sentándose en la orilla de una silla): Esta miseria... (El hombre vuelve bruscamente la cabeza) no te lo digo porque vos tengás la culpa... no...
            El hombre (dejando la maquinita de afeitar en el quicio de la ventana): No tengo un cobre, m’ija. Fui a pie al centro. Estoy fumando puchos viejos. Maldito gobierno.
            La mujer: ¿Y Jua, no te puede prestar?
            El hombre: Le he pedido mucho.
            La mujer. ¿Y no hay nada que empeñar? (como hablando sola): ¿Por qué será esta vida así? Habría que comprar aunque fuera medio kilo de pan dulce. ¿Sabés? El pan dulce... yo no sé...Vos ves el pan dulce, y la fiesta parece menos triste. ¿Me entendés?
            El hombre: Sí, sí, ya sé.
            La mujer. Hasta las sirvientas, ¿quién?...hasta el más pobre hoy tiene pan dulce en la casa. Hoy, a mediodía, lo vi pasar a Don Pedro con su paquete. Todos pasan con un paquete... (la mujer cansada y triste, cierra los ojos evocando paisajes idos. Apoya el mentón en la palma de la mano, el codo en la rodilla, y en la frente se ahonda una arruga)
            El hombre: ¿Y cuánto cuesta el kilo?
            La mujer: Dos cincuenta. Medio kilo sería… uno y veinticinco.
            La mujer: Hay que comprarlo. Los chicos no pueden quedarse mirando cómo comen los otros, ¿sabés? (Una voluntad sorda endereza la espalda de la mujer al pensar en los hijos. Mira con energía al hombre, en ese momento es casi su enemiga. En cambio, el hombre se abolla más en su impotencia egoísta. Pero mira a la mujer y la siente grande, grande a pesar de su fealdad, de sus brazos flacos, de su cara arrugada. La mujer, a su vez, piensa: "Y éste es el hombre, ¡cuando el hombre y la mujer somos nosotras! El hombre es otra cosa sin nombre.")
            El hombre: Sí, hay que comprar el pan dulce. Un peso y veinticinco. A ver...
            La mujer (dulcificada). Tenés ese traje que está un poco arruinado.
            El hombre (tratando de salvar el traje): También hay un triciclo del pibe, que ya no lo usa casi...
            La mujer: No, el triciclo no. Además, si vendés el traje...
            El hombre: Cierto, se puede comprar, además, un poco de turrón. (Piensa: "Al fin y al cabo, también me compraré una caja de cigarrillos. No es mal negocio." Entusiasmado): Sí, hay que comprar el pan dulce. Váyase al diablo el traje. Los chicos...
            La mujer: Te darán quince pesos por el traje...
            El hombre (pensando en la caja de cigarrillos). Aunque me den diez, lo largo...
            La mujer: No. Pedí doce cincuenta, lo último. Y te comprás un kilo.
            El hombre (súbitamente avergonzado de su egoísmo): ¿Y vos?, ¿no querés nada?
            La mujer (sonriendo con sonrisa cansada). No, m’ijo. No quiero nada. Ah! Comprate cigarrillos.
            Silencio
            Luego los dos fantasmas se han quedado en silencio.
            Cada uno con los pensamientos por su lado. La mujer en su pasado; el hombre, en su futuro. La mujer, en lo que debe hacerse; el hombre en lo que puede hacer para él. Una generosidad y un egoísmo, siempre clavados de frente, siempre forcejeando en lo oscuro de su conciencia.

El pan dulce del cesante

            Diálogo de muchas casas

            Juro que en muchas casas ha reventado hoy este diálogo de penuria y de angustia; que muchas mujeres flacas han pronunciado estas palabras que he escrito, y que muchos hombres han inclinado la cabeza con el alma arañada por esta miseria de un peso y veinticinco que cuesta medio kilo de pan dulce.




17 de diciembre de 2012

De Trescientos millones


Y este desarrapado, que tiembla cuando el jefe le hace una observación, por la noche sueña que es el emperador de Bizancio.

11 de diciembre de 2012

"Vivía satisfecho de ser un escritor"

Mirta Arlt dice que se ha exagerado al retratar como un ser torturado al creador de joyas como Los siete locos y El juguete rabioso
 
En primera persona. Mirta fue docente universitaria
y periodista, y ahora escribe una biografía
sobre su padre. Foto: Emma Livingston
Hace 70 años fallecía Roberto Arlt, uno de los más destacados autores de nuestra literatura. Tenía apenas 42 años cuando murió y en esa corta vida, esa vida puerca, como alguna vez pensó en llamar a su novela emblemática, El juguete rabioso, se erigió como una voz popular de nuestra narrativa y en un virtuoso cronista-escritor que con sus aguafuertes cambió el curso del periodismo gráfico.

Su única hija, Mirta, trabaja en una propia biografía de Arlt, un autor alrededor del que se erige la fama de artista maldito y torturado. Mirta tuvo a cargo la cátedra de Literatura Inglesa en la UBA y fue una destacada periodista para publicaciones nacionales y extranjeras.

Genio y figura, su padre pensaba a través de Silvio Astier, el protagonista de El juguete rabioso: "Lo que yo quiero, es ser admirado por los demás, elogiado por los demás. ¡Qué me importa ser un perdulario! Eso no me importa. Pero esta vida mediocre. Ser olvidado cuando muera, esto sí que es horrible. ¡Ah, si mis inventos dieran resultado". Aquel anhelo hoy es un hecho y la ficción superó el deseo y se convirtió en realidad.

Está escribiendo una biografía sobre su padre. ¿Qué aspectos quiere destacar en ella? ¿Está de acuerdo con las otras biografías escritas sobre él? [El escritor en el bosque de ladrillos , de Sylvia Saítta, y Roberto Arlt, el torturado , de Raúl Larra.]

Quiero destacar la relación del hombre escritor que era mi padre con su hija, relación que abarca tres momentos: la relación personal de padre e hija, propiamente; yo, como lectora de mi padre, y luego como lectora formada en mi profesión de letras. Cada biógrafo hace su lectura y agradezco las de Saítta y las de Larra, que reflejan la formación y personalidad de cada uno en particular, informando y manifestando los aspectos que a sus criterios lo convierten en valioso.

¿Por qué se lo lee más ahora que cuando estaba vivo?

La posteridad de un escritor depende del encuentro con sus lectores. Los de mi padre se reconocen hoy en el escritor que atrapado en los límites de una clase, cuyos valores y formas rígidas se ve continuamente obligado a rechazar, los representa en la literatura. Otra causa es que mi padre fue anticipadamente ese hombre universal cuyos rechazos y reflexiones coinciden con el que, abandonado por la gracia del Dios de la cristiandad, desobedece las convenciones sociales convertidas en leyes aún vigentes en la tercera década del siglo XX y no han encontrado aún reemplazo.

¿Cuál es el mayor legado que ha dejado su padre a la literatura argentina?

Su legado es el de ser un escritor locuaz, con bastante seducción, y haber empleado un lenguaje propio que le permitió hacer con sus novelas una constante epifanía, es decir, hacer que las palabras emanen el epicentro de lo que el escritor descubre a través de personajes locutores, acosado por la angustia, de experiencias y anticipaciones existencialistas.

Hay una imagen o mito de su padre como escritor torturado, atormentado e incomprendido. ¿Qué piensa de ella?, ¿está de acuerdo?

Creo que se ha exagerado, porque mi padre vivía tan convencido de sus valores exclusivos y tan satisfecho de ser un escritor que solía repetirme, complacido por algo que acababa de imaginar: "Mirtita, tu padre es un genio".

En sus Aguafuertes aparece una mirada de escepticismo hacia la clase política, al menos eso señala la crítica. ¿Cómo imagina que interpretaría los hechos de la Argentina actual?

No me atrevo a atribuirme sus pensamientos. Aunque los imagino como anticipatorios de la segunda Revolución Francesa.

¿En qué sentido?

Se barrió con el derecho divino de los reyes. Se barrerá con lo que lo reemplaza como poder omnímodo, como aceptación de que Dios creó a los ricos en sus castillos y a los pobres a sus puertas.

¿Usted enseñó algún texto de su padre?

Cuando los militares me decretaron cesante en todas mis cátedras de Lengua y Literatura Inglesa, el rector de la UBA me ubicó como adjunta de Literatura Argentina con el Dr. Ara, y cuando llegamos de mi padre no se dio un solo texto, sino que se analizó su obra en su totalidad.

Todo texto es autobiográfico, dicen muchos autores. En ese caso, ¿qué personaje considera que se parece más a él? Muchos profesores de literatura argentina señalan puntos en común entre Silvio Astier (también aparece allí un intelectual que lo guía, que es Conrado Nalé Roxlo) y su padre.

El autor es siempre enunciador y enunciado, es decir, el que escribe y el personaje. Algunos personajes traen más sobrecarga del autor que otros. Silvio Astier es la adolescencia y primera juventud de mi padre. Erdosain trae mayor sobrecarga del autor que Espila, por ejemplo. Pero el caudal social que se manifiesta es la época, que en la novela expresa lo que la historia calla simplemente porque su ojo no lo ve, y si lo ve no sabe revivirlo, porque eso lo hace el arte.

¿Hablaba con su padre de literatura?

No. La literatura estaba presente porque era lo que manejaba mi padre desde que se levantaba. Mi padre no me hablaba específicamente de literatura ni me estimulaba para que yo escribiera. Prefería que yo fuese ingeniera industrial, porque me permitiría dejarlo morir sabiendo que yo podría ganarme la vida. Además, la literatura femenina no le resultaba de interés; "el mundo de las mujeres es muy chico", me decía.

¿Cuál es el consejo más importante que le dio?

Ser económicamente independiente [más allá de estar] casada, soltera, viuda o divorciada.

¿Le pesa llevar un apellido tan significativo para la cultura y la historia de nuestro país?

No me pesa ahora que estoy muy mayor. En realidad no he sufrido necesidades económicas, pero he tenido la suerte de trabajar con gente que no sabía de qué origen era mi apellido, como sucedió cuando daba clases de inglés y durante mi temporada de secretaria de la corresponsalía de la revista Time & Life en Buenos Aires hasta 1955.

¿Cómo era él como padre? He leído que la apoyó mucho para que siguiera sus pasos.

Como padre era un ser convencido de que mi destino glorioso se cumpliría como el de Antígona. Constantemente repetía: "Serás el báculo de tu anciano padre, Mirtita".

*Publicado en la edición impresa de La Nación de 09 de diciembre de 2012